Page 20 - Un café con sal
P. 20
—Sí, señor.
—William —la corrigió.
Ella no dijo nada y lo miró con cierto reproche.
Él se sentó frente a ella. La miró, la miró y la miró hasta que ésta, con un hilo de voz, susurró:
—Escúcheme, señor, si me va a despedir…
—Elizabeth, tutéame, por favor, estamos solos —insistió él.
Con la cabeza embotada por todo lo que por ella pasaba, la joven prosiguió.
—Si me vas a despedir, créeme que lo entiendo. Te he demostrado que soy una mala empleada
tras aquel maldito café con sal que te serví. Pero… por favor… por favor, piénsalo de nuevo.
Necesito este trabajo y te prometo que…
—Elizabeth…
—¡Qué mala suerte la mía! Con lo bien que estaba aquí y con lo que me costó que aceptaran mi
currículum. Con todo el paro que hay en España me será difícil encontrar un nuevo empleo. Y eso
por no hablar del disgusto que les voy a dar a mis padres. Estaban tan felices de que hubiera
encontrado este curro y…
—No te voy a despedir —la cortó—. ¿Por qué crees eso?
Oír aquello fue bálsamo para sus oídos.
—¿De verdad que no me vas a echar? —insistió, incrédula, con un hilo de voz.
—No, Elizabeth. Claro que no.
La joven, nerviosa, se tocó la frente. Contó hasta diez para tranquilizarse mientras se retiraba el
pelo del rostro. Se restregó los ojos, se dio aire con la mano y, levantándose, murmuró:
—Uf… Pensé que querías hablar conmigo para eso.
Consciente del mal rato que le había hecho pasar, se levantó de su sitio y, plantándose ante ella,
dijo cogiéndole una mano:
—Tranquila, Elizabeth, y discúlpame por la confusión.
Ella sonrió y, tras soltar una bocanada de aire, afirmó:
—Ya me veía en la cola del paro arreglando papeles con mi madre detrás.
William, hechizado por el magnetismo que ella le provocaba, acercó una mano a su rostro y,
mientras se lo acariciaba, susurró:
—Eres una buena trabajadora, a pesar de lo que ocurrió entre nosotros. Te observo y veo cómo
cuidas al detalle tu zona de trabajo, cómo sonríes a los huéspedes y cómo te desvives para que ellos
se encuentren como en su casa.
Sorprendida por aquello y consciente de que la cálida mano de él estaba en su mejilla, fue a decir
algo cuando intuyó lo que iba a pasar, pero no se movió. Lo sabía. Aquél era un momento lleno de
tensión sexual. Ambos se miraban a los ojos a escasos centímetros el uno del otro y, como imaginó,
él agachó la cabeza para estar más a su altura y, rozándole en la boca con sus labios, murmuró:
—Sólo proseguiré si tú lo deseas tanto como yo.
Sus bocas se tocaron, sus alientos se unieron, sus cuerpos se tentaron. William controlaba a duras
penas su loca apetencia por ella. No quería asustarla. No deseaba que huyera. Desde hacía tiempo,
William, en referencia a las mujeres, tomaba lo que se le antojaba, sobre todo desde que su esposa le
pidió el divorcio. Por suerte podía hacerlo. Podía elegir y ellas nunca lo rechazaban, pero aquella
muchacha tan joven era diferente y sólo anhelaba que lo deseara y no se asustara de él.
Sin apartarse de ella, sus respiraciones se aceleraron y él insistió: