Page 22 - Un café con sal
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clavárselas en la piel. Ella jadeó.
—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Elizabeth.
Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca.
Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir
que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.
No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían… hasta que sonó el teléfono de
la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.
Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas,
mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.
De repente Lizzy pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en
aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa,
susurró:
—Creo… creo que es mejor que paremos.
William la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba
con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:
—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.
Lizzy asintió rápidamente y afirmó:
—No, no lo es.
Con pesar, William la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo;
cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la
vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería
esperar el ascensor.
Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.
¿Qué había hecho?
Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!
Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó
a su jefe de sala decirle:
—Vamos, Lizzy, regresa al restaurante. Te necesitan.
Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de
pensar, sólo de currar.
Esa tarde, cuando salió del hotel, decidió irse a tomar algo para meditar sobre lo ocurrido. Sin duda,
se había vuelto loca. Ella no era una mojigata, pero… ¡liarse con el jefazo en su despacho clamaba al
cielo! No era que la faltara un tornillo, ¡sino veinte mil!
Pensó en llamar a su amigo Pedro. Siempre la entendía y con él tenía una confianza extrema. Pero
no. Tampoco podía hacerlo. Algo en ella se avergonzaba. Liarse con el superjefe era una de las cosas
peor vistas por la gente y hasta ella misma se horrorizó. Si sus padres se enteraran, se querría morir
de la vergüenza.
Pero, le gustara o no, era incapaz de dejar de pensar en él… en su boca, en sus ojos, en sus manos
cuando la habían tocado, en sus palabras morbosas y llenas de deseo… Resopló. Sin duda aquel
hombre sabía muy bien lo que se hacía. Se lo había demostrado en décimas de segundo y sólo con
imaginarlo se acaloraba de nuevo.