Page 21 - Un café con sal
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—Elizabeth… ¿qué deseas?
      Atontada por el morbo de la situación y la sensualidad de su voz, ella cerró los ojos. Tomar lo

  que él le ofrecía era lo más fácil. Lo deseado. Durante unos segundos dudó sobre qué debía hacer
  mientras su bajo vientre se deshacía por aceptar aquella dulce y seductora oferta. La tentación era
  muy muy fuerte, y William, muy apetecible.
      El deseo que sentía por besarlo le nublaba la razón, pero, consciente de que él era su jefe y no uno
  de  sus  colegas  con  derecho  a  roce,  dio  un  paso  atrás  y  en  un  hilo  de  voz  musitó,  marcando  las

  distancias:
      —Señor, prefiero no continuar.
      William asintió. Aceptó aquella negativa. No iba a presionarla.

      —Puedes marcharte, Elizabeth —dijo sin dejar de mirarla.
      Acalorada, caminó hacia la puerta del despacho y, una vez hubo salido de él, se apoyó en la pared
  para darse aire con la mano y respirar. Había estado a punto de besar al jefazo. Había estado a punto
  de cometer una gran locura y, consciente de que había hecho lo más sensato, se encaminó hacia el
  ascensor a toda prisa.

      Exaltada, le dio al botón del ascensor varias veces. Debía huir de allí cuanto antes. La tentación, el
  morbo y el deseo gritaban en su interior que no los dejara así y, cuando las puertas de la cabina se
  abrieron, no se pudo mover. Su cuerpo le exigía, le rogaba, le pedía que regresara al despacho y

  acabara lo que no había sido capaz de terminar.
      Se resistió durante unos segundos. Era una locura. Era su jefe máximo. No debía hacerlo. Pero al
  final, en lugar de meterse en el cubículo, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.
      Esta vez entró sin llamar. Encontró a William en la misma posición que lo había dejado y, cuando
  éste la miró, ella, sin hablar, caminó hacia él y se tiró a sus brazos.

      Sin dudarlo, él la cogió. Aspiró el perfume de su pelo y enloqueció cuando la oyó decir cerca de
  su boca:
      —Quiero ese beso. Dámelo.

      Encantado  por  aquella  efusividad  y  exigencia,  acercó  su  boca  y,  con  decisión,  la  devoró.
  Introdujo su lengua en ella y saboreó hasta su último aliento mientras la tenía en sus brazos y la sentía
  temblar de excitación.
      Durante varios minutos, ambos se olvidaron del mundo, de quiénes eran y de cualquier cosa que
  no fueran ellos dos, sus bocas y el sonido de sus respiraciones.

      Lizzy  enredó  sus  dedos  en  el  abundante  pelo  engominado  de  él  y,  enardecida,  se  lo  revolvió,
  mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del
  uniforme para tocarle con posesión las nalgas.

      «Dios… Dios… Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.
      Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los
  chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un
  jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:
      —Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre

  la mesa y seguramente en mil sitios más. ¿Lo permitirías, Elizabeth?
      Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se
  olvidó de todo decoro y asintió. Sí… sí… sí… quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.

      Sin demora, la mano de William agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para
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