Page 25 - Un café con sal
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también soy consciente de que hice algo que no debía.
Lizzy bebió de su frappuccino. Beber era lo único que podía hacer.
No sabía qué decir, pues él tenía toda la razón. No tendrían que haberlo hecho.
Pero, incapaz de no mirarlo, se acaloró al sentir cómo todo su cuerpo se reactivaba como un
volcán ante su presencia y sus palabras. Él tampoco era el tipo de hombre con el que solía estar, pero,
sin duda, le nublaba la razón.
—Y estoy aquí —prosiguió él— porque sé a qué hora termina tu turno de trabajo y quería
invitarte a tomar algo para hablar y…
No pudo decir más. La joven le puso un dedo en la boca y, sorprendiéndolo, soltó:
—Pienso como tú. Lo ocurrido es una locura, pero las locuras, en ocasiones, son interesantes y
divertidas. Y aunque te doy la razón en que no deberíamos habernos besado, tengo que confesarte que
me siento muy atraída por ti; de lo contrario, nunca lo hubiera hecho, Willy.
—William —matizó él abstraído.
Al oírlo, ella sonrió y, con una picardía en los ojos que lo dejó fuera de juego, cuchicheó:
—Lo siento, Willy, pero en este momento no eres mi jefe, ni estamos en el curro.
Ahora el que sonrió fue él y parte de su nerviosismo se esfumó. Sus ojos y los de ella se
entrelazaron con más intensidad y, acercándose un poco más a ella, murmuró:
—¿Crees que las locuras son interesantes y divertidas?
Mimosa, le miró los labios y respondió en un tono de voz bajo.
—En ocasiones, sí. Todo depende del tipo de locura que sea.
Hechizado por su cercanía, él asintió y volvió a preguntar.
—¿Y qué tipo de locura es ésta?
Lizzy aspiró su aroma y, sin un ápice de vergüenza, contestó:
—Una locura sexual.
—¿No crees en el amor?
La joven asintió pero, acalorada por la pregunta, respondió:
—Sí. Aunque no creo en los cuentos de príncipes y princesas.
—¿Puedo besarte de nuevo, Elizabeth?
La respiración agitada de la joven se aceleró y, mientras asentía con la cabeza, afirmó con un hilo
de voz:
—Estás tardando, Willy.
Azorado por aquella inmediata invitación, William acercó su boca. Paseó sus labios sobre los de
ella para sentir su suavidad, su calidez y su locura y, cuando la impaciencia lo consumió, la agarró
para acercarla aún más a él y la besó. Le introdujo la lengua en la boca con avidez y descaro y
paladeó cada rincón de aquella excitante boca sin importarle que los miraran.
Lizzy, dispuesta a olvidar que era su jefe supremo, se dejó besar. Lo deseaba. Él estaba allí.
Aquello era una chifladura, algo que no debería estar haciendo, pero, incapaz de negarle a su cuerpo
lo que anhelaba, decidió dejarse llevar por el momento.
Cuando segundos después él se separó de ella y la sintió temblar como lo había hecho cuando
estaban a solas en el despacho, murmuró:
—Ni te imaginas el intenso deseo que siento por ti, Elizabeth.
Acalorada por aquello, se levantó del sillón y, ante su mirada, se sentó a horcajadas sobre él y
siseó, acercándose peligrosamente a su boca: