Page 30 - Un café con sal
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—Tranquilo, señor —lo cortó—. No se volverá a repetir.
Aquella rotundidad en su mirada le hizo saber que lo estaba empeorando y, bajando el tono de
voz, susurró mientras la miraba a los ojos:
—Escucha, Lizzy la Loca. Me atraes muchísimo, pero me asustan nuestras diferencias, y no sólo
de edad.
Al decir aquel apodo se la ganó. Sin duda él estaba poniendo de su parte para que se
reconciliaran; sin ganas de ponérselo fácil, dijo:
—Señor, ¿no se marcha en una hora?
Angustiado al ver que ella no claudicaba en su enfado, se apoyó sobre su mesa y contestó:
—No. No me voy. Acabo de llamar a mi oficina de Londres para retrasar mi regreso dos
semanas.
Lizzy se quedó sin palabras.
—Ayer me comporté como un idiota —reconoció él—, cuando lo que realmente quería era estar
contigo, invitarte a cenar y hacerte el amor… si tú me lo permitías.
Lizzy no pudo hablar. Las emociones que sentía le habían sellado la boca. Sólo lo pudo mirar
mientras él se quitaba la americana y la dejaba colocada sobre una silla. Después, tras desanudarse la
corbata, se la quitó y se desabrochó el primer botón de la camisa que llevaba.
—Y si ahora me despeinas, podemos continuar donde lo dejamos ayer —la animó a seguir sin
dejar de mirarla.
Aquellos actos y sus palabras finalmente la hicieron sonreír. No creía en los cuentos de príncipes
y princesas, pero, al ver su gesto, que se acercaba más a ella y se agachaba para besarla, finalmente,
gustosa, aceptó.
Apasionada por aquel beso y su dulce manera de disculparse, Lizzy se agarró a sus fuertes
hombros y él la aupó en sus brazos feliz por lo que había conseguido. Ya era la segunda vez que la
besaba en aquel despacho. Aquello se estaba volviendo algo cotidiano, placentero y deseado.
Durante varios minutos se besaron con locura, sin pensar que la secretaria podía entrar, hasta que
se oyó un ruido fuera, y Lizzy, asustada, se separó y comentó:
—Creo que es mejor que regrese a mi trabajo.
—¿Tiene que ser ahora mismo? —preguntó mimoso mientras le mordía el cuello.
Deseosa de decirle que no, sonrió pero finalmente añadió:
—Estamos en el trabajo. Aquí, tú eres el jefe y yo, la empleada. ¿Lo recuerdas, no?
Jorobado por aquello, la bajó al suelo pero, antes de soltarla, preguntó:
—¿Aceptarías que te invitara a cenar esta noche? —Ella lo miró y él, poniendo ojos tiernos,
murmuró—: Por favor, dime que sí.
Cautivada por aquellos modales tan selectos y diferentes a los de sus conquistas o amigos, ella
asintió y él rápidamente agregó:
—Sé dónde vives. Pasaré a buscarte por tu casa a las siete, ¿te parece bien?
Como una autómata, asintió y susurró:
—Yo no ceno a las siete de la tarde. A esa hora cenáis los guiris.
Divertido por aquella matización, sonrió y afirmó:
—Propongo esa hora para estar más tiempo contigo. Pero, tranquila, cenaremos a la hora que tú
quieras.
Lizzy sonrió y volvió a preguntar: