Page 31 - Un café con sal
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—¿He de ponerme muy elegante?
William lo pensó y finalmente respondió:
—Te voy a llevar a un precioso restaurante de un amigo. Ponte muy guapa.
—Botas militares, ni hablar, ¿verdad? —se mofó.
Mientras paseaba su mano por el rostro de ella, afirmó:
—Ni hablar.
Atontada por lo que aquel culto hombre le hacía sentir y tras darle un último beso que le supo a
gloria, cuando salió del despacho sonreía con una sonrisa que no lucía cuando entró.
El resto del día trabajó como si estuviera en una nube y, cuando se cruzó con él en la recepción
del hotel, miró hacia otro lado para que sus miradas nos los delatasen.
«Pa matarme», pensó.
Aquella tarde, cuando William fue a buscarla a la puerta de su casa, bajó corriendo. No quería que sus
padres fueran alertados por los cotillas de los vecinos, y más cuando vio que éste había acudido con
chófer a buscarla.
Al salir del portal, lo miró y sonrió. Como siempre, llevaba un encorsetado traje, pero estaba
muy guapo. William, caballeroso, la esperaba fuera del vehículo y, al verla acercarse, la contempló
con intensidad y murmuró mientras le abría la puerta del vehículo:
—Elizabeth, estás preciosa… y sin botas militares.
Llevaba un vestido azulón, el cabello suelto y unos tacones de infarto; ella se burló:
—Gracias, Willy, tú también estás muy guapo… y con traje.
Entre risas, besos, arrumacos y bromas, durante más de hora y media el coche les dio un paseo
por las calles de Madrid hasta que ella habló de cenar. Una vez que lo mencionó, William le dio la
dirección al conductor y éste los llevó a un fantástico restaurante donde todo era lujo, clase y
minimalismo. Y aunque en un principio se sintió incómoda rodeada de aquella gente tan fisna, como
decía su madre, poco a poco, gracias a él y a sus atenciones, se relajó y lo disfrutó.
—¿Te ha gustado el postre?
Lizzy miró su plato vacío y, como no quería ser descortés, respondió:
—Sí.
Aquella afirmación tan rápida a William le hizo sospechar y, escrutándola, le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Nada.
William dejó la cuchara sobre el plato y, recostándose en la silla, insistió.
—No voy a dirigirte la palabra hasta que me digas qué ocurre.
La joven puso los ojos en blanco y, tras percatarse de que nadie la escuchaba, murmuró:
—Vale… vale… te lo diré. Todo está buenísimo, pero yo necesitaría tres raciones de cada cosa
para quedarme con el estómago en condiciones.
Aquella apreciación sobre la comida a William le hizo sonreír y ella, señalando su plato de postre
vacío, murmuró:
—El plato es enorme y de diseño, pero la comida, escasa. Y yo soy de las que, cuando tengo
hambre y salgo de cena con los colegas, me meto en el cuerpo dos hamburguesas con queso, aros de
cebolla, patatas fritas y nuggets.