Page 34 - Un café con sal
P. 34
Londres como él, y que estaba en Madrid de paso. Ambos estaban provisionalmente.
¿Sería casualidad?
Sobre las once de la mañana, el móvil de Lizzy comenzó a sonar.
Al mirar la pantalla, vio que se trataba del número de él y no lo cogió. Su mente y sus negativos
pensamientos la habían envenenado y no quería hablar con William o sacaría el demonio oculto en su
interior que luchaba por manifestarse.
William, al no verla aquella mañana, se preocupó. La noche anterior, por temas de negocios, no
había podido ver a Lizzy y estaba desesperado por encontrarse con ella. Y cuando supo que estaba
enferma, un extraño presentimiento lo preocupó. Intentó hablar con ella varias veces durante todo el
día, pero todo fue imposible y eso lo desesperó.
A la una de la tarde, cuando aún estaba en la cama escuchando música, la madre de Lizzy abrió la
puerta de su habitación con una increíble sonrisa y dijo:
—Hija de mi vida. Ay, Aurorita, ¡mira lo que has recibido!
Incrédula, contempló aquella bonita caja blanca alargada y vio unas preciosas rosas rojas de tallo
largo; de inmediato supo de quién eran. No conocía a nadie tan caballeroso ni adinerado como para
enviar aquello.
—Son flores como las que se regalan a las princesas —dijo su madre mientras se la acercaba—.
Oh, fíjate: ¡hay una notita!
Sonrió con disimulo y, cogiendo el papel que aquélla sacó del sobrecito, lo desplegó y leyó para
sí misma.
Espero que te mejores, preciosa Elizabeth.
W.
—¿Qué pone? ¿De quién es? —quiso saber su madre.
Sin poder explicarle que eran de su jefazo, pues en ese caso su madre le haría cientos de
preguntas y al final se escandalizaría, respondió:
—De un amigo.
Encantada, la madre aspiró el maravilloso perfume que soltaban aquellas rosas y murmuró:
—¡Qué galante, tu amigo! Y qué detalle más bonito. Voy a ponerlas en un jarrón con agua y una
aspirina para que duren más. Estas rosas son de las caras; carísimas, cariño. Verás cuando se las
enseñe a Gloria, ¡se va a caer para atrás!
Lizzy asintió. Sin duda, cuando su madre le mostrara las flores a la vecina, sería digno de oírlas
cuchichear; nada les gustaba más que un buen cotilleo. Frustrada por todo, cuando ésta salió de la
habitación, se tapó la cara con la almohada mientras susurraba bajito para que nadie la oyera:
—Joder… joder… joder… ¿Qué estoy haciendo?
Al día siguiente, cuando llegó al hotel intentó huir de él, pero al final pasó lo inevitable: se encontró
con un William con cara de pocos amigos. Una vez que sus miradas se cruzaron, con paso firme se
encaminó al cuarto de personal para cambiarse de ropa, pero, antes de poder entrar, una mano la
sujetó.
Sin mirarlo supo que era él y, tras meterse con ella en el cuartito, cerró la puerta y preguntó: