Page 36 - Un café con sal
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—De acuerdo.
      Temblorosa pero con una apariencia fuerte y descarada, Lizzy lo miró y preguntó:

      —¿Quieres decirme algo más?
      William negó con la cabeza. Le encantaría decirle mil cosas. Exigirle que se olvidara de aquellos
  planes y quedara con él, pero, humillado por su indiferencia y seguridad, no lo hizo. ¡Maldita cría!
  Tras una dura mirada, finalmente se dio la vuelta y se marchó. No había que insistir más.
      Cuando él desapareció, la joven se sentó en una silla. Enfrentarse a aquel titán, que encima era su

  superjefe, no había resultado fácil, y rechazar quedar con él tampoco, pero ese concierto lo estaba
  esperando hacía meses y nada lo podía eclipsar… ¿o sí?
      Durante aquel largo y tortuoso día, Lizzy trató de no mirarlo todas las veces que se cruzaron por

  el hotel. Pero, cada vez que sucumbía, se encontraba con la misma respuesta: su indiferencia. William
  estaba molesto y se lo hacía ver con aquel rictus serio en el rostro. Y al ver aparecer de nuevo a
  Adriana por la recepción del hotel, Lizzy se quiso morir… y más cuando observó cómo salían del
  establecimiento cogidos del brazo y comprobó que William ni siquiera la miraba.
      «¡Malditos celos!», pensó al entrar en el restaurante, donde comenzó a servir a los comensales.

      Durante un descanso, Triana intentó que se calmara. Pero Lizzy era una cabezota incapaz de dar
  su brazo a torcer.
      —Pero,  vamos  a  ver  —increpó  Triana—.  ¿Dónde  está  el  problema?  ¿Es  su  ex?  ¿Acaso  tú  no

  tienes ex?
      Molesta por aquello, respondió:
      —Claro  que  los  tengo  y  precisamente  como  son  ¡ex!  no  les  permito  que  se  tomen  ciertas
  licencias, no sea que piensen cosas que no son. —Y quitándose el flequillo de los ojos, siseó—: Que
  no, Triana, que no. Que la estoy cagando. Él es quien es. Y yo soy quien soy. ¿Por qué liar más las

  cosas?
      —Pero ¿no ves cómo te busca? Quizá sea tu príncipe azul.
      Mientras  se  abrochaba  el  chaleco  negro  para  comenzar  de  nuevo  a  trabajar,  Lizzy  miró  a  su

  amiga y cuchicheó:
      —Mira, romanticona, como diría una que yo sé, los príncipes azules también destiñen. Y no, no
  me hables de príncipes cuando sabes que el mundo está lleno de ranas, sapos y culebras.
      Divertida por aquella comparación, Triana murmuró:
      —Bueno, mujer, tampoco hay que ver las cosas tan negras. Te mandó rosas a tu casa para desearte

  que te repusieras. ¿No crees que es una monada?
      Sin duda lo era. William era más que una monada, pero protestó, no dispuesta a bajarse del burro.
      —No pegamos ni con cola. Es demasiado mayor para mí. Es demasiado recto, pulcro y severo

  para estar con una chica como yo.
      —Pues yo lo veo ¡monísimo e interesante!
      Desesperada, Lizzy miró a su amiga e insistió:
      —Pero ¿tú has visto sus pintas y las mías? Él… tan trajeado, tan engominado, tan tieso por el
  mundo y yo… yo… que no, Triana, que no. Que lo nuestro es un gran error, que estoy viendo que al

  final me va a costar mi trabajo por idiota y por no pensar las cosas antes de hacerlas. —Y bajando la
  voz,  susurró—:  Joder,  ¡que  me  he  liado  con  el  dueño  del  hotel!  ¡Con  el  supermegajefazo  de  los
  jefazos!

      Triana  asintió.  Sin  duda  tenía  más  razón  que  un  santo,  pero,  viéndole,  como  siempre,  el  lado
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