Page 40 - Un café con sal
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La chica se tapó los ojos. Cada vez que oía la palabra «jefazo», se le encogía el corazón, así que
respondió:
—Lo he pensado y repensado, y estoy segura de que, una vez que nos acostemos, se olvidará de
mí, porque…
—Eso no se sabe, tonta.
Lizzy suspiró y afirmó:
—Lo intuyo, Chato. En cuanto se acueste conmigo, su objetivo estará cumplido y ese caballero de
brillante armadura pasará de mí totalmente. Esto es sólo algo sexual.
—¿Y tú pasarás de él?
—Por supuesto —se mofó—. Ya sabes que yo no creo en los cuentos de princesas, aunque mi
madre me pusiera Aurora.
Su amigo sonrió, paseó con cariño su mano por el rostro de ella y, justo cuando iba a contestar,
los componentes del grupo al que adoraban salieron al escenario y, emocionados al verlos, dejaron
de hablar y regresaron junto a sus amigos para aplaudirlos.
Una hora después y tras varios temas, Lizzy cantaba feliz mientras bailaba y se divertía con sus
amigos. Aquel grupo era buenísimo, ¡el mejor! No se arrepentía de haberse olvidado de todo para
estar allí. No podía habérselo perdido.
William, que había llegado hacía un buen rato al local, observaba a Lizzy desde la distancia y la
oscuridad. Estaba preciosa con su corto vestido vaquero y sus botas militares. Verla sonreír y bailar
le llenaba el alma. Esa muchacha descarada de modales algo rudos le gustaba, lo atraía y lo
hechizaba. Sin duda sería un error ir tras ella.
Con seguridad no querría nada con él. Él no era un divertido muchacho con el que bailar ni
cantar, era más bien todo lo opuesto. Su posición social y su edad le pedían cosas diferentes a las que
esa muchacha demandaba, y no podía dejar de pensarlo.
Pero, cada vez que ella prodigaba muestras de cariño al tipo que estaba a su lado, se encelaba
como un crío y se sentía fatal. ¿Quién era ése?
De pronto comenzó un nuevo tema y, al ver que todo el mundo empezaba a saltar, Lizzy la
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primera, William sonrió… y aún más al descubrir que se trataba de Puedes contar conmigo .
Divertido, vio cómo Lizzy cerraba los ojos al entonar la canción mientras daba botes y, sin
dudarlo, supo que en ese instante lo estaba recordando a él, mientras el grupo del escenario y todo el
público cantaban.
Aquella letra.
Aquella canción.
Aquella locuela que canturreaba y brincaba.
Todo ello, a William, un hombre que nada tenía que ver con los jóvenes que saltaban y bailaban
desinhibidos, le hizo enamorarse más y más de aquella muchacha e intuyó que su locura no sólo se
trataba de sexo. Sin duda ella le provocaba algo más, y ese algo le aceleraba como nunca el corazón.
Jamás había creído en los flechazos, pero, por primera vez en su vida, su corazón, su cuerpo, su
cabeza, le hicieron entender que aquello había sido un flechazo y que Cupido le había dado de lleno
con sus flechas de amor.
Como pudo, sin acercarse a ella, la observó durante todo el concierto. No quería interrumpirla.
No quería molestarla. Sólo quería que lo pasara bien. Cuando el espectáculo terminó, sin dudarlo, fue
hasta ella sorteando a la gente y, cuando la tuvo delante, la agarró por la cintura y, acercándola a él, le