Page 41 - Un café con sal
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susurró al oído:
      —Un café con sal. ¿A qué me recuerda eso?

      Sorprendida por aquello, lo miró y parpadeó. Pero antes de que ella pudiera decir algo, él le soltó
  la cintura para agarrarle la mano:
      —¡Vamos! Ven conmigo.
      Boquiabierta,  embobada  y  aturdida,  como  pudo  se  espabiló  y  de  un  tirón  recuperó  su  mano
  mientras preguntaba:

      —¿Qué haces tú aquí?
      William, tan trajeado, llamaba la atención; ofuscado, siseó:
      —He venido a por ti, ¡vamos!

      Pedro, sorprendido al ver a aquel hombre, miró a su amiga e, intuyendo que era el tipo maduro
  del que le había hablado, dijo sonriendo:
      —Adiós, loca, ¡pásalo bien!
      Como una autómata y sin saber si aquello era lo que quería o no, lo siguió hacia la salida y una
  vez fuera del local ella se paró y le preguntó:

      —¿Se puede saber qué haces aquí?
      William, arrebatado por el deseo que sentía por ella, de un tirón la acercó hasta él y a escasos
  milímetros de su boca la interrogó:

      —¿Quién era el tipo con el que estabas tan cariñosa?
      Boquiabierta por aquella cuestión, pensó en Pedro y, sin sonreír, respondió:
      —Un amigo.
      —¿Tus amigos te besan en el cuello?
      Aquella pregunta le hizo gracia y contestó:

      —Si fuera un ex, te aseguro que no me lo habría besado.
      Durante  varios  segundos,  ambos  se  miraron  a  los  ojos  y,  cautivado  totalmente  por  ella,  él
  murmuró sorprendiéndola:

      —Llevo  toda  la  noche  mirándote  como  un  idiota  y  hasta  tus  botas  militares  me  parecen  ya
  encantadoras. Y, ahora que te tengo a mi lado, sólo puedo decirte que te deseo, Elizabeth, te deseo
  salvajemente con toda mi alma y con todo mi ser, y necesito preguntarte sí tú sientes ese deseo salvaje
  por mí.
      Lo  sentía.  Claro  que  sí,  y  más  tras  aquellas  palabras;  sin  poder  negarlo,  asintió  hechizada  y

  William sonrió. Aquella sonrisa tan sensual, tan segura y cargada de morbo le puso el vello de punta
  a Lizzy, y él, tras darle un rápido beso en los labios, propuso:
      —Vamos. Acompáñame.

      Sin soltarse de su mano, caminó por la calle hasta que William paró un taxi. Una vez dentro, él
  dio una dirección y, cuando llegaron a la calle Serrano y el taxi paró, dijo:
      —Tengo un ático aquí. ¿Quieres que subamos?
      Consciente de lo que significaba aquella invitación y deseosa de él, la joven asintió sin dudarlo.
  William pagó la carrera y de la mano entraron en el lujoso portal. Era impresionante.

      En  el  ascensor,  William  no  la  besó  como  ella  esperaba.  Se  limitó  a  mirarla  con  intensidad  y,
  cuando aquél se detuvo y se abrió, la invitó a salir.
      En el rellano ambos se miraron y William, tras abrir la puerta con la llave, dijo incitándola a

  entrar:
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