Page 45 - Un café con sal
P. 45
cuando no pudo más, sacó los dedos del interior de ella y, acomodándose sobre sus caderas, guio su
duro e impaciente pene y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró.
La joven se arqueó y jadeó. El placer era extremo y sus piernas mecánicamente se abrieron más
para recibirlo mientras se apretaba contra él. William sonrió y, cuando sintió los tobillos de ella
cerca de sus nalgas, mirándola, murmuró:
—Me gusta poseerte. ¿Te gusta a ti?
—Sí… sí…
Loco por su reacción, su boca y su entrega, apretándose de nuevo contra ella la volvió a penetrar
con fuerza. Ella gritó y él le cogió las manos y se las puso sobre la cabeza; los jadeos y los gemidos
de ambos se mezclaron como una canción.
Una… y otra… y otra vez… se hundió en ella consiguiendo que el placer mutuo fuera increíble.
Ambos jadeaban. Ambos gritaban. Ambos gozaban. Y ambos querían más.
—Disfrutas…
Lizzy asintió y él, con fuerza, la embistió y sintió cómo su vagina se contraía para recibirlo.
—¿Te gusta así? —insistió mientras la embestía de nuevo.
—Sí… sí… —consiguió balbucear enloquecida.
Repetidas penetraciones que los dejaban a ambos sin aliento se sucedieron una y otra vez. El
deseo era tal que el agotamiento no podía con ellos. Aquello era fantástico y William, cambiándola
de posición, volvió a darle lo que ella tanto exigía y él deseaba ofrecer.
—Willy… ¡Oh, Dios!
—Elizabeth… —balbuceó él vibrando al sentirse totalmente dentro de ella.
Ambos temblaron. Aquello era maravilloso y, cuando él tomó aire, ordenó:
—Dame tu boca.
Aquella exigencia tan cargada de morbo y deseo la excitó aún más. Ella se la entregó y él la besó
y tragó sus gritos de placer mientras él la empalaba sin descanso, hasta que el clímax les llegó y
ambos se dejaron llevar por la lujuria y el rotundo placer.
Un par de minutos después, y una vez que sus pulsaciones se acompasaron, William, que se había
dejado caer a un lado en la cama, la miró y susurró:
—Ha sido increíble, Elizabeth.
Extasiada por cómo aquel hombre le había hecho el amor, asintió y afirmó todavía sin resuello:
—Flipante, Willy.
Oír cómo lo llamaba por aquel diminutivo le hizo sonreír; luego Lizzy cuchicheó:
—Eres una máquina de dar placer.
—Tú también, preciosa Elizabeth.
Divertido, tras decir aquello soltó una risotada y todavía con el pulso acelerado fue a hablar
cuando ella añadió:
—Nadie… nadie me había hecho el amor así.
A William no le gustó pensar en otro haciéndole el amor y, con gesto serio, murmuró:
—Desafortunado comentario, Elizabeth.
Ella lo miró y, frunciendo el ceño, gruñó:
—¿Desafortunado? Pero si acabo de decirte que eres increíble y un maquinote en el sexo.
—Sobra el haber mencionado que otros hombres te han poseído. Eso sobra en este momento, ¿no
lo entiendes?