Page 49 - Un café con sal
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Esa noche, William y ella se volvieron a ver. La recogió en la puerta de su casa y juntos se dirigieron
directamente hacia el ático de la calle Serrano. Esta vez William comenzó a besarla en el ascensor y
en el descansillo de la vivienda ya estaban medio desnudos. La noche fue ¡colosal!
Así pasaron una semana. Se veían todas las noches en el piso y hacían el amor de todas las formas
y modos posibles. Nada los paraba. Eran insaciables. Dos guerreros del sexo, y como tales lo
disfrutaban.
Pero los días se sucedían rápidamente y Lizzy, intranquila, no quería preguntarle por su marcha.
Él vivía en Londres y ella en Madrid, y tarde o temprano el día de su partida llegaría; sólo con
pensarlo se le encogía el corazón.
¿Qué iba a hacer sin él?
El jueves, día en el que ella libró, lo dedicaron a hacer algo de turismo fuera de Madrid. Lizzy lo
recogió en la puerta de su casa con Paco para llevarlo a Toledo. Estaba segura de que aquel lugar lo
enamoraría y quería enseñarle ese mágico y maravilloso paraíso.
Visitaron el Alcázar, el Museo Sefardí, la Puerta Bisagra, el Museo del Greco. Todo. A William le
encantó absolutamente todo. Aquello era cultura viva.
Mientras caminaban por las empedradas y estrechas calles del mágico Toledo, Lizzy vio a una
pareja de músicos callejeros y, tirando de William, llegaron hasta ellos. Abrazada a él, escuchaba
cantar a la chica. La letra mencionaba un amor eterno, para toda la vida.
Embobados, todos los que estaban oyendo entonar esa bonita pieza a aquella mujer de unos
cuarenta años, acompañada sólo por la guitarra de su compañero, se movían lentamente al compás de
la música. Aquella romántica canción era una maravilla y, cuando William oyó a Lizzy canturrearla,
le preguntó:
—¿Conoces este tema?
Ella asintió.
—A mi padre le encanta esta canción. Le regalé un disco de música brasileña que salió hace unos
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años y la interpretaba Rosario Flores. Si mal no recuerdo, creo que se llama Sé que te voy a amar .
—Y con gesto pícaro, propuso—: ¿Bailas conmigo, Willy?
William la miró y rápidamente negó con la cabeza.
Pero ella, sin hacerle caso, lo abrazó y, mirándolo a los ojos, comenzó a bailar lentamente y al
final él la siguió y sonrió. Lizzy lograba hacer con él lo que se proponía. Un par de segundos
después, otra pareja que había a su lado los imitó y, tras ellos, otras; divertida, Lizzy murmuró:
—Ves, Willy. No pasa nada. La gente baila, se besa y se ama libremente manifestando sus
sentimientos y nadie se escandaliza por ello. Y, si lo hacen, ¡es su problema, no el nuestro!
William sonrió. Sin duda ella tenía razón; la contempló mientras la abrazaba y bailaban en plena
calle, y exclamó:
—Lizzy la Loca, ¡eres increíble!
Cuando la canción terminó, todos aplaudieron, y Lizzy, al ver que aquella pareja vendía un cedé,
le preguntó a la mujer si en él se incluía aquel tema.
—Sí, cariño. Está en la pista número tres —respondió.
Feliz por saberlo, Lizzy abrió el bolso, sacó su monedero y lo compró. La mujer, encantada, al
entregarle el cedé le dijo, mirándola:
—Gracias, jovencita. —Luego observó a William y añadió—: Gracias, señor.