Page 29 - Un café con sal
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Capítulo 4



  A la mañana siguiente, cuando Lizzy llegó a trabajar tras una noche en la que no había pegado ojo

  por lo ocurrido, lo vio sentado donde estaba cada mañana y lo saludó con un gesto de cabeza, pero
  esta vez no le sonrió. No estaba para risitas, y menos con él.
      William, que tampoco había pasado una buena noche, al ver su reacción se levantó y la saludó.

      —Buenos días, Elizabeth.
      —Buenos días, señor.
      La voz y el saludo de la muchacha eran distantes. Eso le dolió y William murmuró:
      —Lo siento. Me equivoqué.
      Al oírle decir eso, Lizzy asintió y, sin ganas de confraternizar con él, dijo:

      —Mire, señor, no se lo tome a mal, pero es mejor que deje las cosas como están o el café con sal
  que le serví el otro día se va a quedar en nada comparado con lo que le puedo dar hoy.
      Dicho esto y con brío, se alejó de él y diligentemente se puso a trabajar. No quería verlo. Estaba

  muy  enfadada.  William,  al  ver  aquello,  y  atado  de  pies  y  manos,  se  dio  la  vuelta  y  salió  del
  restaurante. No quería montar un numerito ante todos los trabajadores.
      Un buen rato después, el jefe de sala de Lizzy la llamó.
      —Lleva una bandeja con una cafetera y una jarra con leche al despacho del señor Scoth.
      Con la intención de quitarse aquel marrón de encima, respondió:

      —Señor Gutiérrez, estoy liada con las mesas. ¿Por qué no se lo pide a otra camarera?
      Su jefe, mirándola, insistió.
      —El jefazo se va en una hora para el aeropuerto y quiere café. ¡Vamos, llévaselo!

      Tras resoplar por la orden recibida, la chica cogió una bandeja, puso lo solicitado y fue hacia el
  despacho de William. Al llegar, la secretaria le guiñó un ojo y Lizzy llamó a la puerta, entró y, sin
  mirar hacia la mesa, dejó la bandeja en la mesita donde otro día había dejado la comida y anunció:
      —Aquí tiene lo que ha pedido, señor.
      Rápidamente se dio la vuelta para salir, pero una mano la sujetó del brazo y oyó decir:

      —Mírame, Elizabeth.
      —No.
      —Hazlo. Te lo ordeno como tu jefe que soy.

      Protestó. Le repateaba que le hablara así. Resopló y, cuando se volvió a mirarlo, él expuso:
      —Me equivoqué y te pido perdón.
      —Perdonado. —Y, consciente de que lo estaba haciendo mal, siseó—: Ahora, qué tal si me suelta,
  se toma el café y se marcha para el aeropuerto. ¡Va a perder el vuelo!
      Él no la liberó y, con la intención de hacerla sonreír, preguntó señalando la cafetera:

      —¿He de fiarme de ese café o lleva sal?
      Al oírlo, ella puso los ojos en blanco y, con chulería, cuchicheó:
      —No me gusta el humor inglés.

      Él maldijo. Ver su gesto de enfado le hacía patente lo molesta que estaba e insistió.
      —Escúchame, por favor. Soy un hombre a quien le gusta controlar su vida las veinticuatro horas
  del día… y ayer me di cuenta de que tú controlabas la mía. Me sentí incómodo…, fuera de lugar
  mientras hablabas con ese amigo tuyo y, además, no suelo demostrar mi afecto en público y menos
  aún…
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