Page 23 - Un café con sal
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William, que como ella le estaba dando mil vueltas a lo ocurrido, intentó no cruzarse con la joven
  durante todo el día para no incomodarla, pero estuvo pendiente de su marcha. Cuando vio que ella

  salía del hotel, no lo dudó y la siguió a cierta distancia. Si antes pensaba en ella, tras lo sucedido, y
  tras haber probado sus besos, se había convertido en una loca necesidad.
      Llovía como en Londres. En noviembre, el tiempo en Madrid era cambiante, y Lizzy, tras aparcar
  su coche en un parking público, caminó bajo su paraguas por las calles de la capital hasta entrar en un
  Starbucks.

      William le pidió a su chófer que se marchara y, sin paraguas, anduvo tras ella; cuando la vio
  entrar en aquel local, la buscó a través de la cristalera. Mirarla, desearla y recrearse en lo ocurrido
  ese  día  se  había  convertido  en  su  mayor  afición.  Cuando  la  localizó,  empapado  de  agua,  la  vio

  recoger en una bandeja su pedido y dirigirse hacia el fondo.
      Calado hasta los huesos, vio que ella buscaba una mesa libre mientras movía los hombros y la
  cabeza al compás de la música. Sin duda llevaba los auriculares puestos. Sonrió. Justamente aquella
  jovialidad, frescura y poca vergüenza eran lo que llamaba tanto su atención, y la observó sin ser
  visto.

      Durante varios minutos, como un tonto bajo la lluvia, se planteó si entrar o no. Ella trabajaba para
  él. Lo ocurrido en su despacho había sido una insensatez. Él era su jefe y debía comportarse como tal.
  No debía proseguir con aquel complicado juego o se quemaría. Estaba recién divorciado. Apenas

  hacía cuatro meses que había recuperado su preciada libertad, pero era verla y obviar aquel detalle
  para querer conocerla.
      Cinco minutos después, había decidido que lo mejor era marcharse y se dio la vuelta. Él no era
  así. Nunca había acosado a una mujer y, siendo quien era en aquel hotel, debía dar ejemplo en la
  empresa. Las relaciones entre los empleados estaban prohibidas. No. Definitivamente debía olvidar lo

  sucedido.
      Pero, al igual que le había pasado a Lizzy cuando fue a coger el ascensor, de pronto William se
  dio la vuelta y, con decisión, regresó sobre sus pasos y entró en el Starbucks. Deseaba estar con ella.

      Fue hasta la caja y pidió un expreso en taza de cerámica. Él no bebía en recipientes de plástico.
      Una vez lo pagó y la camarera se lo sirvió, dudó de nuevo.
      ¿Debía acercarse a ella?
      La  observó.  Ella  parecía  enfrascada  escribiendo  en  su  iPad  mientras  escuchaba  música.  Ni
  siquiera se había percatado de su presencia. Como un bobo y con el traje empapado, caminó hacia un

  lateral del Starbucks, pero al final se dio la vuelta, tomó aire y se dirigió hacia ella.
      Cuando estuvo a su lado, sin que ella aún hubiera levantado la cabeza, la saludó:
      —Buenas tardes, Elizabeth.

      Lizzy ni se inmutó; continuó con su iPad y su música. Boquiabierto al verla tan abstraída, pensó
  qué hacer y finalmente extendió la mano y le tocó el hombro para llamar su atención.
      Sobresaltada, lo miró y se quedó muda.
      Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, hasta que, señalando el sillón libre que había a
  su lado, él dijo:

      —¿Puedo sentarme contigo?
      Se quitó los auriculares tremendamente sorprendida y asintió.
      Pero, bueno, ¿qué hacía él allí?

      William se acomodó a su lado y, al ver que ella hablaba por Facebook a través de su iPad, le
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