Page 13 - Un café con sal
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—¿Qué pasa? ¿Qué quiere ahora?
      —¿No te permiten hablar con los huéspedes del hotel? —le preguntó divertido.

      Con ganas de degollarlo, clavó sus ojos en él y murmuró:
      —Mire, señor, dejemos algo claro: yo trabajo aquí y usted, al parecer, se aloja aquí. Creo que,
  con ese simple matiz, ya se lo he dicho todo. —William sonrió y ella añadió—: Por lo tanto, una vez
  aclarado ese detalle, haga el favor de regresar a su mesa para que yo pueda seguir con lo que tengo
  que hacer o mi jefe de sala me llamará la atención y yo pagaré algo que usted ha iniciado.

      —¿Cómo está tu herida del codo? —se interesó él haciendo caso omiso a su comentario.
      —Bien.
      —Pero, bien, ¿cómo?

      —Y daleeeeeeeeeee… ¿Es que no me ha oído? —Y al ver que esperaba una contestación, agregó
  —: Está perfecta. Es usted perfecto curando… ¿Contento con la respuesta?
      —Sí.
      —Pues me alegro.
      De nuevo se alejó de él. Se dirigía hacia las bandejas calientes para revisarlas cuando oyó:

      —¿Por qué estás de tan mal humor?
      «Dios  mío,  dame  pacienciaaaaaaaaaaaaaa»,  pensó  cerrando  los  ojos.  Y,  cuando  los  abrió,  sin
  mirarlo, insistió en que la dejara en paz al ver entrar a su jefe de sala en el restaurante.

      —Haga el favor de regresar a su mesa, señor. Mi jefe acaba de entrar y no quiero líos. Si necesita
  cualquier cosa, pídamela y yo se la llevaré a la mesa encantada.
      De nuevo se alejó, esta vez en dirección a las cocinas.
      «¡Vaya un pesadito!».
      William, al ver que se marchaba, caminó hacia su mesa y se sentó. Había ansiado el momento de

  volver a verla, cosa que parecía que en el caso de ella no había sido así. Sonó su móvil y rápidamente
  contestó. Mientras hablaba, vio a la joven salir otra vez de las cocinas y la siguió con la mirada.
      Aquella manera de andar y su descaro al contestar le atraían. Aquélla era la mujer más real que se

  había acercado a él en su vida. Cuando colgó el teléfono, vio entrar a unos chicos en el comedor que
  no dejaban de mirarla, por lo que en un tono alto y claro, para que todo el mundo lo oyera, le pidió:
      —Señorita, por favor, sería tan amable de traerme un café con leche.
      Molesta al ver que su jefe de sala la miraba e indicaba con la cabeza que hiciera lo que aquel
  cliente pedía, Lizzy dejó lo que estaba haciendo, se encaminó hacia la mesa donde estaban las tazas y

  el café y, tras servirle uno y añadirle leche, se lo dejó sobre la mesa.
      —Su café con leche, señor.
      —Gracias —dijo y, mirándola con sorna, preguntó—: ¿Le ha echado usted azúcar?

      —No.
      Sin dejar de sonreír ante el gesto de la chica, añadió:
      —Entonces,  por  favor,  ¿sería  tan  amable  de  acercarme  un  sobrecito?  O  mejor  —se  corrigió
  entregándole la taza—, échemelo usted.
      Lizzy deseó cogerlo de la cabeza y arrancársela.

      ¿Por qué no se ponía él el puñetero azúcar?
      Observó  a  su  jefe  y  vio  que  atendía  a  otros  clientes  y  después  salía  del  comedor.  Eso  la
  tranquilizó. Luego miró a ese hombre que parecía disfrutar incomodándola; con servilismo, cogió la

  taza que le tendía y murmuró:
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