Page 29 - La máquina diferencial
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pon aquí el dedo. —Ejecutó un nudo perfecto—. Vas a enviar nuestro paquete a París.
Poste restante. ¿Sabes lo que significa?
—Significa que guardan el paquete para el destinatario. Mick asintió y cogió con
una mano un trozo de lacre escarlata y con la otra su cerilla de repetición. Encendió a
la primera.
—Sí, estará en París esperándonos, totalmente a salvo. El lacre se oscureció y se
fundió ante la llama oleosa. Las gotas escarlatas cayeron sobre el nudo verde y el
papel pardo. Después devolvió las tijeras y la guita a la bolsa de viaje, se guardó el
lacre y la cerilla en el bolsillo, sacó su pluma estilográfica y comenzó a escribir la
dirección en el paquete.
—¿Pero qué es, Mick? ¿Cómo puedes saber su valor si no tienes ni idea de lo que
hace?
—Yo no he dicho eso, ¿no? Tengo mis ideas, ¿no? El dandi Mick siempre tiene
sus ideas. Tuve las suficientes para llevarme las originales conmigo a Manchester,
como parte de los asuntos del general. Tuve las suficientes para sacarles a los
chasqueadores más astutos sus más recientes técnicas de compresión, ¡y capital
suficiente del general para verter los resultados en celulosa de calibre Napoleón!
Por lo que a Sybil respectaba, igual podría hablarle en griego.
Alguien llamó a la puerta. Un sirviente, un joven de aspecto maligno y con el pelo
rapado que no dejaba de sorberse los mocos, entró empujando un carrito y se llevó las
bandejas. Lo hizo lentamente, como si esperase una gratificación, pero Mick lo
ignoró y se quedó con la mirada perdida, sonriendo de vez en cuando como un gato.
El chico se marchó con una mueca de desdén. Pasado un tiempo sonaron los
golpecitos de un bastón contra la puerta. Había llegado otro de los amigos de Mick.
Aquel era un hombre muy fuerte y de una asombrosa fealdad, de ojos saltones y
quijada recia. La frente huidiza estaba enmarcada en una parodia aceitada de los
elegantes rizos que tanto gustaban al primer ministro. El extraño vestía un traje de
noche nuevo y bien cortado, con capa, bastón y chistera, una hermosa perla en la
corbata y un anillo masónico de oro en un dedo. El rostro y el cuello estaban
quemados por el sol.
Mick se levantó al instante de la silla, estrechó la mano del anillo y le ofreció
asiento.
—Permanece despierto hasta muy tarde, señor Radley —dijo el extraño.
—Hacemos lo que podemos para acomodarnos a nuestras especiales necesidades,
profesor Rudwick.
El poco agraciado caballero se aposentó en su silla con un agudo crujido de la
madera. Sus ojos saltones lanzaron entonces una mirada interrogativa a Sybil, y
durante un instante terrible ella temió lo peor, que todo hubiera sido un engaño y que
estuviera a punto de convertirse en parte de una vil transacción entre ambos varones.
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