Page 34 - La máquina diferencial
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figura voluminosa y deslucida que cojeaba en dirección al podio que había en el
centro del escenario. En aquel momento parecía ahogado en la oscuridad, ya que se
encontraba bajo el crudo resplandor concentrado del foco de Mick.
Sybil lo observó atentamente, con curiosidad y precaución: era la primera vez que
veía al jefe de Mick. Ya se había encontrado con suficientes refugiados americanos en
Londres como para hacerse una idea respecto a ellos. Los unionistas vestían muy
parecido a los británicos normales si tenían dinero para ello, mientras que los
confederados tendían hacia los atuendos más estrafalarios y llamativos, peculiares al
tiempo que inapropiados. A juzgar por Houston, los texanos constituían una pandilla
aún más extraña y alocada. Se trataba de un hombre grande, de rostro grueso y
rubicundo. Superaba el metro ochenta gracias a las botas y llevaba los anchos
hombros cubiertos por una larga y tosca manta de lana, como una capa, aunque
decorada con las rayas de un animal salvaje. La frazada, de color rojo, negro y ocre
oscuro, barrió el escenario del Garrick como la toga de un personaje de tragedia. El
general portaba en la mano derecha un grueso bastón de caoba que balanceaba
levemente, como si no lo necesitara, pero Sybil pudo ver en el cordón dorado que
recorría la elegante costura de los pantalones que le temblaban las piernas.
El orador subió al podio a oscuras, se sonó la nariz y bebió de un vaso algo que
claramente no era agua. Encima de su cabeza, el quinótropo variaba hasta mostrar
una imagen en color: el león de la Gran Bretaña y una especie de toro con grandes
cuernos. Los animales fraternizaban bajo unos pequeños estandartes cruzados, la
Union Jack y la bandera de Texas, con una sola estrella. Ambas enseñas eran de
brillantes colores rojo, blanco y azul. Houston estaba ajustando algo tras su podio; un
pequeño espejo de escenario, supuso Sybil, de modo que pudiera observar el
quinótropo a su espalda mientras hablaba, y así no tener que perder su posición.
El quinótropo regresó al blanco y negro y los puntos de la pantalla parpadearon,
una hilera tras otra, como fichas de dominó al caer. Apareció un busto compuesto de
líneas afiladas: una elevada frente despejada, ceño recio, nariz gruesa enmarcada por
un bigote rizado que trepaba por las mejillas hasta ocultar las orejas. La boca fina
parecía firme, el mentón hendido erguido. Entonces, bajo el busto, aparecieron las
palabras «General Sam Houston».
Se encendió una segunda luz de calcio que alcanzó a Houston en el podio y lo
mostró ante la audiencia con repentino relieve. Sybil aplaudió con entusiasmo. Fue la
última en detenerse.
—Les doy las gracias, amables damas y caballeros de Londres —dijo Houston.
Tenía la voz profunda y tonante de un experto orador, estropeada por una arrastrada
pronunciación extranjera—. Honran enormemente a un extraño. — Pasó la mirada
por las butacas del Garrick—. Veo que entre la audiencia de esta noche hay muchos
caballeros del ejército de su majestad. —Echó un poco hacia atrás el manto y la luz
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