Page 38 - La máquina diferencial
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deseo de ayudar a sus camaradas perseguidos, los cherokees. Aquello resultaba lo
bastante exótico, pensó Sybil, pero en el fondo se hallaba la misma cháchara artera y
engañosa que siempre usaban los políticos, y la audiencia comenzaba a inquietarse.
Les hubieran gustado más luchas, o quizá más comentarios poéticos acerca de la vida
con los cherokees. Sin embargo, Houston se dedicaba a recitar como una letanía su
elección para un escaño en algún tosco equivalente del Parlamento y sus varios y
vagos cometidos en el gobierno provincial, al tiempo que la estrella crecía poco a
poco y sus bordes se ramificaban de forma elaborada, convirtiéndose en el emblema
del gobierno de Tennessee.
A Sybil empezaron a pesarle los párpados mientras el general seguía sin parar con
su fanfarria.
Pero, de repente, el tono de Houston cambió y se tornó pausado, sentimental, y su
acento arrastrado quedó matizado por un ritmo dulce. Estaba hablando acerca de una
mujer.
Sybil se enderezó y prestó atención.
Al parecer, Houston había sido elegido gobernador, había ganado algo de dinero y
estaba feliz. Y también había encontrado una novia, una chica de clase alta de
Tennessee, y se había casado con ella.
Pero, en la pantalla del quino, unos dedos oscuros comenzaban a arrastrarse como
serpientes desde los bordes. Amenazaban el sello estatal.
El gobernador y la señora Houston apenas se habían asentado cuando la recién
casada salió corriendo y huyó de vuelta con su familia. Le había dejado una carta,
decía Houston, una misiva que contenía un terrible secreto. Un secreto que él nunca
había revelado y que había jurado llevarse a la tumba.
—Un asunto privado, del que un caballero de honor ni puede ni debería hablar.
Un negro desastre se cernió sobre mí...
Los periódicos (parecía que tenían periódicos en Tennessee) lo habían atacado.
—Los charlatanes, los profesionales del libelo, vertieron su veneno sobre mí —se
lamentó Houston, a medida que aparecía el escudo griego con el halcón y unas
manchas de quino (barro, supuso Sybil) comenzaban a salpicarlo.
Las revelaciones de Houston se fueron haciendo cada vez más sorprendentes.
Había capeado el temporal y se había divorciado de su esposa, una horrible época que
nunca hubiera podido imaginar. Por supuesto, había perdido su posición en el
Gobierno; la sociedad enfurecida lo había echado de su cargo, y Sybil se preguntó por
qué se había atrevido a mencionar un escándalo tan desagradable. Era como si
esperara que su audiencia londinense aprobara moralmente a un hombre divorciado;
de hecho, Sybil notó que las mujeres parecían intrigadas, aunque quizá no por entero
comprensivas. Incluso la obesa madre se abanicó la papada debido al sofoco.
Después de todo, el general Houston era un extranjero; según su propio relato, en
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