Page 43 - La máquina diferencial
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joven se llevó el dorso de la muñeca a la frente húmeda. Mick no le había dado
ninguna frase más, así que dejó que las fuerzas se le escaparan de las piernas y se
echó hacia atrás pestañeando, hasta hundirse en su butaca.
—¡Denle aire a la señorita Jones! —ordenó Houston con un bramido agitado—.
¡La dama está conmocionada! —Sybil contempló a través de los párpados medio
cerrados las figuras borrosas que se reunían a su alrededor con cierta vacilación.
Oscuras chaquetas de etiqueta, un crujido de miriñaques, perfume de gardenias y un
olor masculino a tabaco. Un hombre le cogió la muñeca y le buscó allí el pulso con
dedos puntiagudos. Una mujer le abanicaba el rostro mientras cloqueaba para sí. Oh,
cielos, pensó Sybil encogida. La matrona gorda de la fila de delante, con ese
intolerable aspecto grasiento de buena mujer que cumple con su obligación moral. La
recorrió un pequeño estremecimiento de vergüenza y asco. Por un momento se sintió
desfallecer de verdad y se sumergió con facilidad desmañada en la cálida
preocupación del gentío, media docena de metomentodos que murmuraban a su
alrededor, fingiendo una aptitud de la que carecían mientras Houston seguía
bramando, ronco de indignación.
Ella permitió que la levantaran. Houston dudó al verlo y el público dedicó unos
cuantos aplausos leves y galantes a Sybil, que se sentía pálida, indigna. Esbozó una
débil sonrisa, negó con la cabeza y deseó ser invisible. Apoyó la cabeza sobre el
hombro del individuo que le había tomado el pulso.
—Señor, si pudiera irme, por favor... —le susurró. Su salvador asintió con gesto
despierto. Era un hombrecito de ojos azules e inteligentes. Tenía el cabello largo y
canoso peinado con la raya en el medio. —Acompañaré a la señora a su casa —trinó
a los demás. Se envolvió en una capa de ópera, se caló un sombrero de copa y le
ofreció el brazo.
Subieron juntos el pasillo. Sybil se apoyaba en él con fuerza, renuente a
encontrarse con los ojos de nadie. La multitud había despertado. Quizá por primera
vez escuchaban a Houston como hombre, en lugar de como una especie de extraño
espécimen americano.
El caballerito de Sybil apartó un deslucido telón de terciopelo para que ella pasara
y salieron al frío vestíbulo del Garrick, con sus desconchados cupidos dorados y las
paredes de falso mármol cubiertas de manchas de humedad.
—Muy amable por su parte, señor, ayudarme así —comentó Sybil mientras
observaba que su acompañante daba la sensación de tener dinero—. ¿Pertenece usted
a la profesión médica?
—Fui estudiante, en otro tiempo —dijo él con un encogimiento de hombros.
Tenía las mejillas ruborizadas, cálidos puntos gemelos de color rojo. —Dan a un
hombre un cierto aire de distinción —dijo Sybil sin ningún propósito concreto, solo
para llenar el silencio—. Me refiero a los estudios de ese tipo.
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