Page 45 - La máquina diferencial
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los miraron alarmados y la faz pálida pareció rehundida por efecto de la luz de gas. El
muchacho giró de repente, y algo oscuro se le cayó de debajo del abrigo y rodó hasta
la alcantarilla. El chico se detuvo y volvió los ojos para observarlos con cautela.
Se le había caído un sombrero, un sombrero de copa.
Regresó trotando con los ojos todavía clavados en ellos, lo recogió con gesto
brusco, se lo volvió a meter en el abrigo y de nuevo se fue, entre las sombras, aunque
esta vez no con tanta rapidez.
—¡Vaya —dijo el señor Keats indignado—, ese tipo es un ladrón! ¡Ha llenado ese
impermeable con los sombreros del público!
A Sybil no se le ocurrió nada que decir.
—Me imagino que el muy rufián se aprovechó con toda crueldad de la conmoción
que causó usted —le dijo Keats, en su tono un ligero matiz de sospecha—. ¡Una
pena! Uno nunca sabe en quién confiar en estos tiempos.
—Señor, creo que oigo a la máquina reunir vapor para el quinótropo...
Y con eso fue suficiente.
La instalación de los ventiladores, decía el Daily Telegraph, había logrado una
perceptible mejoría en el ambiente del Metropolitano, aunque el propio lord Babbage
sostenía que un ferrocarril subterráneo moderno de verdad debería operar únicamente
según principios pneumáticos que no utilizaran ningún tipo de combustión, de forma
parecida al modo en el que se transportaba el correo en París.
Sentada en un vagón de segunda clase, respirando de forma tan superficial como
le era posible, Sybil sabía que eso no eran más que bobadas; o que, en cualquier caso,
lo era la parte de la mejoría, porque, ¿quién sabía qué maravillas no podrían producir
los radicales? ¿Pero acaso no habían publicado también sus periódicos el testimonio
de unos médicos en la nómina del ferrocarril, que decían que los gases sulfúricos eran
terapéuticos para el asma? Y no eran solo los gases de las máquinas, sino también las
mefíticas filtraciones de las alcantarillas y los escapes gaseosos de las bolsas de
caucho indio plegable que encendían los mecheros de los vagones con sus pantallas
de cristal con red de alambre.
Era un negocio extraño aquel del metro cuando se pensaba en ello, cuando se
viajaba traqueteando a tanta velocidad por la oscuridad subterránea de Londres, en la
que los braceros habían encontrado cañerías de plomo de los romanos, monedas,
mosaicos y arcos, colmillos de elefante con mil años de antigüedad...
Y la excavación continuaba, aquella y todas las noches, porque Sybil había oído
los resoplidos de su gran máquina cuando se encontraba con Mick en la acera de
Whitechapel. Los excavadores trabajaban sin cesar abriendo líneas nuevas y siempre
más profundas, por debajo de la maraña de alcantarillas, cañerías de gas y ríos
cegados con ladrillo. Las nuevas líneas discurrían entibadas con forro de acero, y
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