Page 46 - La máquina diferencial
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pronto los trenes sin humo de lord Babbage se deslizarían por ellas silenciosos como
anguilas, aunque a Sybil la idea se le antojaba un tanto inmunda.
Las lámparas llamearon a la vez cuando el flujo de gas quedó perturbado por una
sacudida especialmente fuerte, y por un momento pareció que el rostro de los otros
pasajeros saltaba hacia ella: el caballero cetrino con cierto aire de tabernero
afortunado, el viejo clérigo cuáquero de mejillas redondas, el dandi borracho con el
abrigo abierto y el chaleco canario salpicado por completo de clarete...
No había ninguna otra mujer en el vagón.
Adiós a todos ustedes, señores, se imaginó que exclamaba, adiós a este Londres
suyo. Pues ahora era una aprendiza de aventurera hecha y derecha y rumbo a París,
aunque el primer tramo del viaje consistiera por necesidad en un trayecto de dos
peniques de vuelta a Whitechapel.
Pero el clérigo había reparado en su presencia, e hizo manifiesto desdén en tal
sazón para que todos lo vieran.
La verdad es que hacía muchísimo frío cuando volvió de la estación a su habitación
de Flower-and-Dean Street; se arrepintió de su vanidad, de haber escogido el chal
nuevo y fino en lugar del mantón. Le castañeteaban los dientes. Una escarcha intensa
brillaba sobre los charcos de luz de gas que iluminaban el nuevo macadán.
El empedrado de Londres se iba desvaneciendo mes a mes, pavimentado con una
sustancia negra que se vertía hedionda y caliente desde el buche de grandes carretas
para que los braceros la extendieran y alisaran con rastrillos, antes del paso de la
apisonadora.
Un individuo pasó como un rayo a su lado, aprovechando al máximo la nueva
superficie rugosa. Iba casi recostado dentro de un rechinante velocípedo de cuatro
ruedas y llevaba los zapatos atados a unos manubrios giratorios. Resoplaba, creando
pequeñas nubes de vaho que se difuminaban en el aire frío. No llevaba sombrero,
pero sí gafas de conducir, e iba embutido en un grueso jersey a rayas y una larga
bufanda tejida que aleteaba a su espalda, pues se alejaba a toda prisa. Sybil supuso
que sería inventor.
En Londres abundaban los inventores. Los más pobres y locos se congregaban en
las plazas públicas para mostrar sus cianotipos y maquetas y para arengar a los
paseantes. En solo una semana, ella se había encontrado con un mecanismo de
aspecto perverso que rizaba el cabello por medio de la electricidad, una peonza
mecánica para niños que tocaba música de Beethoven y un proyecto para
electroplacar a los muertos.
Tras abandonar la calle por el humilde empedrado de Renton Passage, distinguió
el cartel del Hart y oyó el tintineo de una pianola. Había sido la señora Winterhalter
la que había dispuesto que se alojara sobre el Hart. El establecimiento en sí era un
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