Page 51 - La máquina diferencial
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Le pareció ser rescatada por un golpe de suerte o el asentimiento de un ángel
afligido, pues un reluciente faetón se detuvo entonces con un resoplido delante del
Grand’s, y su fogonero de librea azul saltó para bajar el escalón articulado. Del
interior salió una alegre pandilla de franceses borrachos ataviados con capas forradas
de color escarlata, chalecos de brocado y bastones de fiesta con borlas. Dos de ellos
iban con mujeres.
Sybil se levantó la falda al instante y avanzó con la cabeza baja. Al cruzar la calle
la ocultó de la mirada del portero la barrera de la resplandeciente carrocería del
faetón. Luego se limitó a rodearlo, pasó junto a las grandes ruedas con radios de
madera y sus bandas de goma, y se unió al grupo con audacia. Los franchutes
parlamentaban entre sí, se atusaban el bigote y lanzaban risas tontas. No parecieron
notar su presencia, ni que les importara. Sybil sonrió con devoción a nadie en
particular y se quedó muy cerca de uno alto, que era el que parecía estar más bebido.
Subieron tropezando las escaleras de mármol y el francés alto plantó un billete de una
libra en la mano del portero, con la descuidada facilidad de un hombre que no sabe de
verdad lo que es el dinero. El portero parpadeó al verlo y se tocó el sombrero
trenzado.
Sybil estaba dentro y a salvo. Caminó junto a los incomprensibles franceses por
un desierto de mármol pulido hasta el mostrador de recepción, donde recogieron sus
llaves de manos del empleado de noche. Luego subieron trastabillando, bostezando y
sonriendo la escalera curva, tras dejar a Sybil ante el mostrador.
El empleado de noche, que hablaba francés, se reía de algo que había oído decir a
sus huéspedes. Se acercó con gesto servil a lo largo del mostrador de caoba dintelada
y dedicó una sonrisa a Sybil.
—¿En qué puedo servirla, señora?
Las palabras salieron con dificultad, casi con un tartamudeo al principio.
—¿Podría decirme, por favor, si un tal señor Michael ha...? O mejor: ¿está el
general Sam Houston todavía registrado aquí?
—Sí, señora. Yo mismo vi al general Houston hace un rato, esta misma noche.
Sin embargo, ahora se encuentra en nuestro salón de fumar. ¿Desearía dejarle un
mensaje?
—¿El salón de fumar?
—Sí. Allí, detrás del acanto. —El recepcionista señaló con un gesto una puerta
inmensa en una esquina del vestíbulo—. Nuestro salón de fumar no es para las
damas, por supuesto. Discúlpeme, señora, pero parece usted un poco angustiada. Si el
asunto es vital, quizá debería enviar un botones.
—Sí —respondió Sybil—, eso sería maravilloso. —El recepcionista de noche le
presentó con gesto amable una hoja del hotel de color crema y le ofreció su bolígrafo
con plumín de oro.
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