Page 52 - La máquina diferencial
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La joven escribió deprisa, dobló la nota y garabateó «Sr. Michael Radley» en el
           dorso. El recepcionista hizo sonar una campana con viveza, se inclinó para responder
           al agradecimiento de Sybil y continuó con su trabajo.

               A  los  pocos  momentos  apareció  un  botones  pequeño  y  bostezador  de  rostro
           amargado,  que  colocó  la  nota  en  una  bandeja  con  tapa  de  corcho.  Sybil  lo  siguió
           nerviosa cuando el jovencito se dirigió al salón de fumar, arrastrando los pies.

               —Es para el secretario personal del general —le dijo.
               —No pasa na, señorita, lo conozco. —Tiró con una mano de la puerta del salón.
           Cuando  se  abrió  y  el  botones  la  cruzó,  Sybil  se  asomó.  Mientras  la  puerta  se  iba

           cerrando poco a poco pudo echar un largo vistazo a Houston, que sin sombrero, con
           el rostro brillante, sudoroso y bebido, había subido una bota a la mesa, al lado de una
           botella de cristal tallado. Tenía una navaja de aspecto maligno en la mano y echaba

           bocanadas  de  humo  mientras  pinchaba...,  no,  mientras  tallaba,  eso  era,  porque
           alrededor de su sillón de cuero el suelo aparecía cubierto de virutas.

               Un inglés alto con barba murmuraba algo a Houston. El extraño tenía el brazo
           izquierdo  envuelto  en  un  cabestrillo  blanco  de  seda  y  parecía  triste,  digno  e
           importante. Mick se encontraba a su lado y se doblaba por la cintura para encenderle
           el puro cortado. Sybil lo vio rascar un encendedor de acero que colgaba de un tubo de

           gas hecho de caucho, y entonces se cerró la puerta.
               Sybil se sentó en una otomana de aquel vestíbulo de mármol lleno de ecos. El

           calor se escapaba a través de sus zapatos sucios y húmedos, y le empezaron a doler
           los  dedos  de  los  pies.  Entonces  salió  el  botones  con  Mick  tras  él.  Mick  sonreía  a
           alguien en el salón de fumar y esbozaba un jubiloso medio saludo militar. Sybil se
           levantó de su asiento. Al verla allí, el rostro enjuto del hombre se ensombreció.

               Se acercó a ella a toda prisa y la cogió por el codo.
               —Por el amor de Dios —murmuró—, ¿qué clase de nota absurda era esa? ¿Es

           que no sabes lo que dices, niña?
               —¿Qué pasa? —le rogó Sybil—. ¿Por qué no viniste a por mí?
               —Un  pequeño  contratiempo,  me  temo.  Parece  que  nos  ha  salido  el  tiro  por  la
           culata.  Sería  gracioso  si  no  resultara  tan  puñeteramente  difícil.  Pero  contigo  aquí

           quizá cambien las cosas...
               —¿Qué ha salido mal? ¿Quién es ese tipo elegante del brazo lisiado?

               —Un maldito diplomático británico al que no le gusta el plan del general para
           reclutar un ejército en México. No te preocupes por él. Mañana nosotros estaremos en
           Francia y él seguirá aquí, en Londres, molestando a otro. Al menos eso espero... Pero

           el general nos lo ha estropeado. Está borracho como una cuba y se ha sacado de la
           manga una de sus tretas. Cuando bebe es un hijo de puta muy desagradable, la verdad
           sea dicha. Empieza a olvidarse de sus amigos.

               —Te  ha  estafado  en  algo  —comprendió  Sybil—.  Quiere  deshacerse  de  ti,  ¿es




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