Page 48 - La máquina diferencial
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seguía  rondando  entre  sus  tobillos,  como  si  esperara  descubrir  más  arenques.
           Reflexionó sobre lo que debería hacer.
               El tictac del rollizo despertador de latón, que a veces encontraba insoportable, se

           le antojaba ahora tranquilizador. Al menos funcionaba, y se imaginó que la hora que
           mostraba, las once y cuarto, era la correcta. Le dio cuerda unas cuantas veces con el
           único  fin  de  propiciar  la  buena  fortuna.  Mick  vendría  a  buscarla  a  medianoche  y

           había que tomar decisiones, ya que le había aconsejado que viajara muy ligera de
           equipaje.
               Cogió un cortamechas del cajón de la cómoda, levantó el tubo de la lámpara y

           recortó el trozo ennegrecido. La luz mejoró un tanto. Se echó por encima el mantón
           para  defenderse  del  frío,  abrió  la  tapa  de  un  cofre  de  lata  charolada  con  lacado
           japonés y empezó a hacer inventario de sus mejores cosas. Pero después de apartar

           dos mudas de ropa interior se le ocurrió que, cuanto menos llevara, más tendría que
           comprarle  en  París  el  dandi  Mick.  Y  si  eso  no  era  pensar  como  una  aprendiza  de

           aventurera, no sabía lo que era.
               Con  todo,  poseía  algunas  cosas  a  las  que  tenía  especial  cariño,  y  esas  fueron,
           junto con la ropa interior, al bolso de viaje de brocado con la costura rota que había
           tenido intención de arreglar. Había un precioso frasco de agua de Portland con aroma

           a  rosas,  medio  lleno,  un  broche  verde  de  pasta  del  señor  Kingsley,  un  juego  de
           cepillos  para  el  pelo  con  dorsos  de  imitación  de  ébano,  una  prensa  para  flores  en

           miniatura con una vista de recuerdo del palacio de Kensington y un rizador de pelo de
           patente alemana que había birlado de una peluquería. Añadió un cepillo de dientes de
           mango de hueso y una lata de dentífrico alcanforado.
               Luego cogió un diminuto lapicero de plata y se acomodó en el borde de la cama

           para escribirle una nota a Hetty. El lápiz era un regalo del señor Chadwick y tenía la
           leyenda  «Corporación  Metropolitana  de  Ferrocarriles»  grabada  en  el  mango;  el

           plateado  estaba  empezado  a  desprenderse  del  latón  inferior.  A  modo  de  papel  se
           encontró  con  que  solo  tenía  el  dorso  de  un  folleto  que  anunciaba  chocolate
           instantáneo.
               «Mi  querida  Harriet»,  empezó,  «me  voy  a  París».  Pero  luego  hizo  una  pausa,

           quitó  el  tapón  del  lápiz  y  utilizó  la  goma  para  borrar  esas  dos  últimas  palabras  y
           sustituirlas  por  «a  fugar  con  un  caballero.  No  te  alarmes.  Estoy  bien.  Te  puedes

           quedar  con  las  ropas  que  dejo  aquí.  Y  por  favor,  cuida  del  querido  Toby  y  dale
           arenque. Sinceramente suya, Sybil».
               Se sintió extraña al escribirlo, y cuando bajó los ojos y vio a Toby la embargó una

           sensación de tristeza y falsedad por abandonarlo.
               Con  ese  pensamiento  empezó  a  pensar  en  Radley  y  la  arrolló  una  repentina  y
           absoluta convicción de su falsedad.

               —Vendrá —susurró con ferocidad. Colocó la lámpara y la nota doblada sobre la




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