Page 49 - La máquina diferencial
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estrecha repisa de la chimenea.
               En  el  manto  había  una  lata  plana  con  el  nombre  de  un  estanquero  del  Strand
           resplandecientemente litografiado. Sabía que contenía cigarrillos turcos. Uno de los

           jóvenes caballeros de Hetty, un estudiante de Medicina, la había animado una vez a
           que adoptara el hábito. Sybil solía evitar a los estudiantes de Medicina, pues hacían
           alarde  de  una  estudiada  bestialidad.  Pero  ahora,  presa  de  un  poderoso  impulso

           nervioso, abrió la lata, sacó uno de los crujientes cilindros de papel e inhaló su fiero
           perfume.
               Un  tal  señor  Stanley,  abogado  y  muy  conocido  entre  el  grupo  de  los  más

           modernos,  fumaba  cigarrillos  sin  cesar.  Durante  el  tiempo  que  había  conocido  a
           Sybil, Stanley había comentado con frecuencia que un cigarrillo era lo mejor para
           fortalecer los nervios de cualquier jugador.

               Tras coger los luciferes, Sybil se colocó el cigarrillo entre los labios como había
           visto  hacer  a  Stanley,  encendió  un  lucifer  y  recordó  que  tenía  que  dejar  arder  la

           mayor parte del sulfuro antes de aplicar la llama a la punta del cigarrillo. Dio una
           primera calada y su premio fue una acre bocanada de humo malsano que la hizo toser
           como si fuera una tuberculosa. Con los ojos llenos de lágrimas, a punto estuvo de
           tirar aquella cosa a la basura.

               Se colocó delante del hogar y se obligó a continuar. Daba caladas regulares al
           cigarrillo y tiraba la pálida y delicada ceniza sobre los carbones, con el gesto que

           había utilizado Stanley. Apenas resultaba tolerable, decidió. ¿Y dónde estaba el efecto
           deseado? De repente se sintió enferma. El estómago le daba vueltas por las náuseas y
           las manos se le habían quedado frías como el hielo. Se puso a toser con violencia y
           dejó caer el cigarrillo sobre los carbones, donde estalló en llamas y se consumió a

           toda prisa.
               Fue dolorosamente consciente del tictac del reloj.

               El Big Ben empezó a tañer para anunciar la medianoche.
               ¿Dónde estaba Mick?





           Se  despertó  en  medio  de  la  oscuridad,  sumida  en  un  temor  al  que  no  sabía  dar
           nombre. Entonces recordó a Mick. La lámpara se había apagado. Las brasas estaban
           muertas. Se puso en pie con esfuerzo, cogió la caja de luciferes y entró a tientas en su

           habitación, donde el débil tictac del reloj la guió hasta la cómoda.
               Cuando  encendió  una  cerilla,  la  cara  del  reloj  pareció  bañada  en  el  fulgor  del
           sulfuro.

               Era la una y media.
               ¿Había venido mientras dormía, había llamado y, al no recibir respuesta, se había
           ido sin ella? No, Mick no. Habría encontrado una forma de entrar si hubiera querido

           verla.  ¿La  había  engañado,  entonces,  tomándola  por  la  chica  fácil  que  con  toda


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