Page 54 - La máquina diferencial
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Mick gruñó.
               —¿Llave? Yo no tengo la puñetera llave.
               A Sybil la bañó una sensación de alivio.

               —¡Bueno, pues yo no soy una ladrona de cajas fuertes, sabes?
               —Baja la voz o vas a terminar diciéndoselo a todos los huéspedes del Grand’s...
           —Sus  ojos  centellearon  furiosos.  Estaba  borracho,  comprendió  Sybil.  Jamás  había

           visto  a  Mick  embriagado  de  verdad,  y  ahora  estaba  completamente  bebido,
           encendido. No se le notaba en la voz, ni al andar, pero estaba en garras de la locura y
           la osadía que el alcohol proporciona—. Yo te conseguiré una llave. Vete al hombre

           del mostrador, dale coba. Mantenlo ocupado. Y no me mires. —Le dio un pequeño
           empujón—. ¡Vete!
               Aterrada,  Sybil  regresó  al  mostrador.  El  telégrafo  del  Grand’s,  una  tintineante

           máquina de latón sobre un pedestal bajo de mármol decorado con frondosas parras
           doradas,  se  encontraba  en  el  otro  extremo.  Dentro  de  una  especie  de  campana  de

           cristal,  una  aguja  dorada  se  balanceaba  de  un  lado  a  otro,  señalando  letras  en  un
           alfabeto  concéntrico.  Con  cada  sacudida  de  la  aguja,  algo  en  la  base  de  mármol
           emitía un metódico sonido metálico y apagado, y provocaba la aparición por la base
           de  mármol  de  unos  milímetros  más  de  cinta  amarilla  pulcramente  perforada.  El

           recepcionista nocturno, que se encontraba realizando agujeros en un legajo de papel
           continuo, puso su trabajo a un lado, se colocó unos quevedos y se acercó a ella.

               —¿Sí, señora?
               —Necesito  enviar  un  telegrama.  Es  bastante  urgente.  El  empleado  reunió  con
           habilidad una pequeña caja de tarjetas perforadas, un perforador articulado de latón y
           un formulario rayado con pulcritud. Luego sacó el bolígrafo que Sybil había utilizado

           antes.
               —Sí, señora. ¿Número de ciudadano?

               —Oh... ¿Se refiere a mi número o al de él?
               —Eso  depende,  señora.  ¿Tiene  intención  de  pagar  con  crédito  nacional?  Sybil
           evadió la respuesta.
               —¿Puedo cargarlo a mi habitación?

               —Desde luego, señora. ¿Número de habitación? Sybil dudó tanto tiempo como se
           atrevió.

               —Supongo que prefiero pagar en metálico.
               —Muy bien. ¿Y el número de ciudadano del destinatario es...?
               —Me temo que no lo sé, la verdad... —Parpadeó antes de mirar al recepcionista y

           empezó a morderse un nudillo. El empleado era muy paciente.
               —Pero sí que tiene un nombre y una dirección...
               —Oh,  sí  —se  apresuró  a  decir  Sybil—.  El  señor  Charles  Egremont,

           parlamentario, «Las Hayas», Belgravia, Londres. El recepcionista lo escribió todo.




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