Page 58 - La máquina diferencial
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—El viejo cabrón todavía de putas, ¿eh? —La lenta voz texana se deslizaba como
           la melaza; Sybil apenas si era capaz de entender las palabras—. ¿Eres su amiguita?
               —¡No! —protestó Sybil con la voz estrangulada—. No, no lo soy, ¡lo juro! Yo...

           ¡he venido aquí para robarle, esa es la verdad!
               Se produjo un denso silencio.
               —Echa un vistazo a tu alrededor.

               Sybil así lo hizo, temblorosa. Habían saqueado la habitación.
               —Aquí  no  hay  nada  que  robar  —dijo  el  hombre—.  ¿Dónde  se  encuentra,
           muchacha?

               —Está  abajo  —respondió  Sybil—.  ¡Está  borracho!  ¡Pero  yo  no  lo  conozco,  lo
           juro! ¡Me envió aquí mi hombre, eso es todo! ¡Yo no quería hacerlo! ¡Él me obligó!
               —Ahora calla —dijo él—. Yo no le haría daño a una mujer blanca, a menos que

           no me quedara más remedio. Apaga esa lámpara.
               —Déjeme ir —le rogó Sybil—. ¡Me marcharé directamente! ¡Yo no quería hacer

           ningún daño a nadie!
               —¿Daño? —La lenta voz rezumaba una macabra certidumbre—. Cualquier daño
           que pueda haber es para Houston, y no sería más que justicia.
               —¡Yo no he robado las tarjetas! ¡No las he tocado!

               —¿Tarjetas? —rió el hombre, un sonido seco surgido de la parte posterior de la
           garganta.

               —Las tarjetas no pertenecen a Houston... ¡Las robó!
               —Houston  ha  robado  muchas  cosas  —replicó  el  hombre,  aunque  resultaba
           evidente que se sentía confuso. Estaba pensando en ella y no le gustaba—. ¿Cómo te
           llaman?

               —Sybil Jones. —La joven cogió aliento—. ¡Soy súbdita británica!
               —Caray —dijo el hombre y chasqueó la lengua.

               El rostro enmascarado resultaba indescifrable. El sudor brillaba en una franja de
           piel pálida y lisa que le cruzaba la parte superior de la frente. Sybil comprendió que el
           borde de un sombrero había descansado allí para protegerlo del sol texano. El hombre
           se adelantó, le quitó la lámpara y bajó la mecha. Sus dedos, cuando rozaron la mano

           de Sybil, le parecieron secos y duros como la madera.
               En medio de la oscuridad, a la joven no le quedaba más que el martilleo de su

           corazón y la terrible presencia del texano.
               —Debe de sentirse solo, aquí en Londres —soltó Sybil de repente, desesperada
           por evitar otro silencio. —

               Quizá Houston se sienta solo. Yo tengo mejor conciencia. —La voz del texano
           era cortante—. ¿Alguna vez le preguntas si se siente solo?
               —Que no lo conozco —insistió ella.

               —Estás aquí. Una mujer que acude sola a sus habitaciones...




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