Page 63 - La máquina diferencial
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El  suelo  estaba  cubierto  de  fragmentos  de  vidrio  que  notaba  afilados  bajo  las
           palmas.  No.  No  era  así.  Eran  más  bien  como  guijarros.  Vio  que  el  bastón  estaba
           hueco y que había derramado su apretado relleno de algodón, en el que descansaban

           más guijarros. Brillaban. Eran diamantes. Los reunió con las dos manos y arrugó el
           paquete de algodón para metérselo en el corpiño, entre los pechos.
               Se volvió entonces hacia Houston, que todavía yacía de espaldas, y contempló

           fascinada la mancha de sangre que se le extendía por las costillas.
               —Ayúdeme —gruñó el general—. No puedo respirar...
               Sybil  tiró  de  los  botones  del  chaleco,  que  se  abrió  para  mostrar  los  pulcros

           bolsillos  interiores  de  seda  negra,  atestados  de  densos  paquetes  de  papel:  gruesos
           tacos  de  tarjetas  perforadas  en  envoltorios  marrones,  sus  intrincadas  perforaciones
           probablemente echadas a perder por el impacto caliente de las balas. Y también había

           sangre, ya que al menos una de las postas le había acertado de pleno.
               Sybil se levantó y caminó mareada hacia la puerta. Su pie pisó algo húmedo en

           las sombras rojizas que había junto al armario, y al bajar la vista vio un tarjetero de
           tafilete  rojo,  abierto  y  con  un  par  de  billetes  cogidos  con  un  pesado  sujetapapeles
           niquelado. Se inclinó y lo recogió.
               —Levánteme  —exigió  Houston  con  una  voz  más  fuerte,  teñida  de  urgencia  e

           irritación—. ¿Dónde está mi bastón? ¿Dónde está Radley?
               La habitación parecía mecerse bajo Sybil como un barco en el mar, pero la cruzó

           para llegarse hasta la puerta. Abrió, salió, cerró tras de sí y continuó su camino, como
           cualquier  muchacha  de  buena  cuna,  por  los  perfectamente  respetables  pasillos  del
           Grand’s Hotel, iluminados con gas.





           La terminal en el Puente de Londres de la Compañía de Ferrocarril del Sureste era
           una sala inmensa y llena de corrientes, construida en hierro y un cristal cubierto de

           hollín. Los cuáqueros se movían entre las filas de bancos, ofreciendo panfletos a los
           viajeros sentados. Los soldados irlandeses de casaca roja, con los ojos inyectados en
           sangre por la ginebra ingerida durante la noche, lanzaban miradas furibundas a los

           misioneros bien afeitados que pasaban junto a ellos. Todos los pasajeros franceses
           parecían volver a casa con piñas, el dulce y exótico botín de los muelles de Londres.
           Hasta la rolliza y pequeña actriz que se sentaba enfrente de Sybil tenía su piña, cuyas

           puntiagudas hojas verdes sobresalían de la cesta cubierta que llevaba a los pies.





           El tren atravesó volando Bermondsey y salió a unas callecitas de ladrillo nuevo y
           azulejo  rojo.  Basureros,  huertos,  terrenos  baldíos.  Un  túnel.  La  oscuridad  que  la
           rodeaba hedía a pólvora quemada. Sybil cerró los ojos.

               Cuando los abrió de nuevo vio unos cuervos que aleteaban sobre un yermo, así


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