Page 66 - La máquina diferencial
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sobre  la  hierba  alta  de  la  pradera:  de  repente,  a  una  montaña  de  carne  peluda  le
           fallaban las patas. Los grandes rebaños de Wyoming se quedaban muy quietos a la
           espera de la muerte, se limitaban a sacudir un poco las orejas, confusos por el lejano

           estallido del rifle.
               Y ahora Mallory se colaba entre aquel otro rebaño, asombrado de que una simple
           moda pudiera llevar tan lejos su misterioso ímpetu. Los hombres, entre sus damas,

           parecían de una especie diferente. Su estilo en absoluto resultaba tan exagerado, salvo
           quizá por las brillantes chisteras, aunque su ojo interior se negaba a encontrar exótico
           sombrero  alguno.  Sabía  demasiado  de  sombreros,  sabía  demasiado  de  los  secretos

           totalmente mundanos de su fabricación. Se daba cuenta con una sola mirada de que la
           mayor  parte  de  los  sombreros  que  lo  rodeaban  eran  muy  baratos,  cosidos  por
           máquinas  y  cortados  previamente  en  una  fábrica,  aunque  parecían  casi  tan  buenos

           como la obra de cualquier artesano sombrerero y costaban la mitad, o aun menos.
           Mallory  había  ayudado  a  su  padre  en  la  pequeña  camisería  de  Lewes:  perforaba,

           hilvanaba,  moldeaba,  cosía.  A  su  padre,  que  sumergía  el  fieltro  en  el  baño  de
           mercurio, no parecía importarle el mal olor.
               A Mallory no le afectaba mucho lo que terminaría siendo la muerte del oficio de
           su padre. Se le fue de la cabeza en cuanto vio que se vendían bebidas en una tienda de

           lona a rayas. Los hombres se agolpaban ante el mostrador y se limpiaban la espuma
           de la boca. Al verlo lo atacó la sed. Esquivó a un trío de deportistas de buena cuna,

           que con fustas bajo el brazo discutían las probabilidades del día, se llegó al mostrador
           y dio unos golpecitos sobre él con un chelín.
               —¿Qué va a ser, señor? —preguntó el camarero.
               —Un ponche de coñac.

               —¿De Sussex, señor?
               —Así es. ¿Por qué?

               —No puedo hacerle un auténtico ponche de coñac, señor, no tengo hordiate —
           explicó el hombre con una expresión viva y triste—. No hay mucha demanda fuera de
           Sussex.
               —Han pasado casi dos años desde la última vez que probé el ponche de coñac —

           dijo Mallory.
               —Le mezclo un estupendo bumbo, señor. Es muy parecido al ponche de coñac,

           ¿no? Pues un buen puro, entonces. ¡Solo dos peniques! ¡Una gran planta de Virginia!
               El  camarero  le  presentó  un  cigarro  torcido  que  había  sacado  de  una  caja  de
           madera.

               Mallory negó con la cabeza.
               —Cuando me apetece algo soy un hombre muy obstinado. Un ponche de coñac o
           nada.

               El camarero sonrió.




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