Page 67 - La máquina diferencial
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—¿No hay forma de convencerlo? ¡Un hombre de Sussex, sin duda! Yo también
           soy del condado. Tome este magnífico puro gratis, señor, con mis saludos.
               —Muy amable por su parte —respondió un sorprendido Mallory. Salió con paso

           tranquilo mientras sacaba un lucifer de su pitillera. Tras encender la cerilla con la
           bota, aspiró el humo del cigarro para que cobrara vida y metió con garbo los pulgares
           en las axilas del chaleco.

               El puro sabía a pólvora mojada. Se lo arrancó de la boca. Una vitola de papel
           barato envolvía la horrible hoja de color negro verdoso, una pequeña bandera con
           barras y estrellas y el lema «Marca de la victoria». Basura de guerra yanqui. Tiró el

           cigarro de tal suerte que rebotó echando chispas sobre el costado de una carreta de
           gitanos, donde un niño moreno vestido con harapos se apresuró a recogerlo.
               A  la  izquierda  de  Mallory,  un  faetón  de  vapor  recién  fabricado  se  metía

           resoplando entre la multitud, el conductor erguido en su puesto. Cuando el hombre
           tiró de la palanca del freno, una campana de bronce resonó en la proa granate del

           faetón  y  la  gente  se  dispersó  de  mala  gana  ante  el  avance  del  vehículo.  Sobre  la
           multitud, los pasajeros se distraían en sillones de terciopelo, con la capota antichispas
           plegada  para  dejar  pasar  el  sol.  Un  viejo  y  sonriente  pez  gordo  con  guantes  de
           cabritilla sorbía champán con un par de jovencitas, ya fueran sus hijas o sus queridas.

           En la puerta del faetón relucía un escudo de armas: rueda dentada azur y martillos
           cruzados argentinos. Algún emblema radical desconocido para Mallory, que conocía

           las  armas  de  todos  los  lores  intelectuales,  aunque  no  estaba  tan  al  tanto  de  los
           capitalistas.
               La máquina se dirigía al este, hacia los garajes del derby. Él se colocó detrás y
           dejó  que  le  abriera  camino.  Mantenía  el  ritmo  con  facilidad  y  sonreía  cuando  los

           carreteros  luchaban  con  los  caballos  asustados.  Se  sacó  el  cuaderno  del  bolsillo,
           trastabilló  en  las  huellas  dejadas  por  las  gruesas  ruedas  de  la  carroza  y  hojeó  las

           páginas llenas de color de su guía del coleccionista. Era la edición del año anterior y
           no encontró el escudo de armas. Era una pena, pero aquello no significaba demasiado
           cuando  cada  semana  se  nombraban  nuevos  nobles.  Como  clase,  a  sus  señorías  les
           encantaban los carros de vapor.

               La máquina puso rumbo hacia los penachos de vapor grisáceo que se elevaban
           detrás de las columnas de las tribunas de Epsom, y ascendió encorvada y despaciosa

           por la cuneta de un camino de acceso pavimentado. Mallory ya veía los garajes, una
           estructura  larga  y  laberíntica  de  estilo  moderno,  con  vigas  de  hierro  descarnado  y
           tejado  de  láminas  de  chapa  sujetas  con  tornillos.  Las  duras  líneas  quedaban

           interrumpidas de vez en cuando por brillantes gallardetes y ventiladores con cubiertas
           de latón.
               Mallory siguió los resoplidos de la nave hasta que estacionó en una caseta. El

           conductor liberó las válvulas y se produjo un gran chorro de vapor. Los monos de la




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