Page 65 - La máquina diferencial
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Segunda iteración







                                                  Día del derby





           Lo han captado a mitad de zancada, cuando intenta introducirse oblicuamente en las
           profundidades de la multitud festiva. El ángulo de apertura ha capturado una fracción

           de su rostro: pómulo alto, barba oscura y espesa bien recortada, oreja derecha, un
           mechón de cabello rebelde visible entre el cuello de la chaqueta de pana y la gorra a
           rayas. Las vueltas de sus pantalones oscuros, bien abotonados, con polainas de cuero

           sobre botas de marcha claveteadas, están salpicadas hasta las pantorrillas por el barro
           de creta de Surrey. La charretera izquierda de su gastado impermeable se abotona con
           solidez sobre la correa de un estuche de prismáticos de factura militar; las solapas

           aletean  abiertas  bajo  el  calor  y  muestran  unos  cazonetes  de  latón,  macizos  y
           relucientes. Lleva las manos metidas en los bolsillos del largo abrigo.
               Se llama Edward Mallory.

               Recorría un destello barnizado de carruajes, caballos con anteojeras que pacían
           ruidosos  en  la  hierba,  entre  los  olores  de  su  infancia  de  los  arneses,  el  sudor  y  el
           estiércol pastoso. Sus manos hacían inventario del contenido de sus varios bolsillos.

           Llaves,  cigarrera,  billetero,  tarjetero.  El  grueso  mango  de  cuerno  de  su  navaja
           multiusos Sheffield. Cuaderno de campo, el objeto más valioso de todos. Un pañuelo,
           un cabo de lápiz, unos cuantos chelines sueltos. Hombre práctico, el doctor Mallory

           sabía que todas las multitudes deportivas acogían a sus ladrones, y que la ropa de
           ninguno de ellos indicaba su papel en la vida. Allí, cualquiera podía ser un ratero. Era
           un hecho; un riesgo.

               Una mujer se metió sin darse cuenta en el camino de Mallory y los clavos de las
           botas de este rasgaron el volante de la falda. La mujer se giró, hizo una mueca y tiró
           para liberarse con un chirrido de miriñaque, al tiempo que Mallory se llevaba la mano

           a la gorra y seguía andando con paso firme. La mujer de algún granjero, una criatura
           torpe de grandes mejillas rojas, civilizada e inglesa como una vaca lechera. Los ojos
           de Mallory todavía estaban acostumbrados a una raza más salvaje: las pequeñas y

           bronceadas  mujeres  lobo  de  los  cheyenes,  con  sus  grasientas  trenzas  negras  y  los
           pantalones apretados de cuero con cuentas. Los aros de las numerosas faldas que lo
           rodeaban parecían una aberrante proeza de la evolución. Las hijas de Albión llevaban

           ahora un buen andamiaje, todo acero y hueso de ballena.
               Un bisonte, eso era. El bisonte americano, esa misma silueta de faldas redondas
           cuando el gran rifle los derriba... Tenían una forma muy particular de desplomarse





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