Page 60 - La máquina diferencial
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de verdad, habitados por criaturas como esa. Y Mick había dicho que Houston había
           robado  un  país  una  vez,  y  ahora  aquel  hombre  lo  había  seguido  como  un  ángel
           vengador. Intentó contener un loco deseo de echarse a reír.

               Recordó entonces a la anciana, la vendedora de aceite de roca de Whitechapel, y
           la  extraña  mirada  que  le  había  lanzado  a  Mick  cuando  este  la  había  interrogado.
           ¿Trabajaban otros de común acuerdo con el ángel de Goliad? ¿Cómo era que una

           figura tan extraña había conseguido entrar en el Grand’s esa noche, y hacerlo además
           en  una  habitación  cerrada?  ¿Dónde  podría  esconderse  un  hombre  así,  aunque  se
           tratara de Londres, incluso entre las hordas harapientas de refugiados americanos?

               —¿Dices que está borracho? —dijo el texano.
               Sybil se sobresaltó de repente.
               —¿Qué?

               —Houston.
               —Ah, sí. En el salón de fumar. Muy borracho.

               —Que sea la última, entonces. ¿Solo?
               —Él... —Mick—. Está con un hombre alto. No lo conozco.
               —¿Con barba? ¿Brazo roto?
               —Yo... Sí.

               El  hombre  inspiró  entre  los  dientes.  El  cuero  crujió  cuando  se  encogió  de
           hombros.

               Algo tableteó a la izquierda de Sybil. Bajo el leve fulgor que se colaba entre las
           cortinas  vislumbró  las  facetas  resplandecientes  del  pomo  de  cristal  tallado  de  la
           puerta que empezaba a girar. El texano saltó del sillón.
               Con la palma de una mano apretándole con fuerza la boca, sujetó el gran puñal

           ante ella, un objeto horrendo parecido a un cuchillo de carnicero alargado que se iba
           ahusando hasta terminar en punta. Un trozo de latón le recorría el lomo; con la hoja a

           milímetros de los ojos, la joven vio muescas y mellas por todo el metal. Y entonces se
           abrió la puerta y Mick se coló en el interior, la cabeza y los hombros perfilados por la
           luz del pasillo.
               Sybil debió de golpearse la cabeza contra la pared cuando el texano la empujó

           hacia un lado, pero luego consiguió arrodillarse, el miriñaque arrugado bajo ella, y
           vio que el hombre levantaba a Mick y lo aplastaba contra la pared con una única

           mano enorme alrededor de la garganta. Los tacones de Mick tocaron una frenética
           retreta contra el revestimiento hasta que lo ensartó la larga hoja. El asesino retorció el
           puñal y volvió a golpear, y la habitación se vio inundada por el caliginoso hedor del

           callejón de los carniceros.




           Y todo cuanto sucedió después en esa habitación se le antojó a Sybil un sueño, o una

           obra  que  contemplara,  o  un  quinoespectáculo  producido  con  bloques  balsa  tan


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