Page 59 - La máquina diferencial
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—Vine a por las quinotarjetas. Tarjetas de papel, con agujeros. ¡Eso es todo, lo
           juro! —No hubo respuesta—. ¿Sabe lo que es un quinótropo?
               —Otra  de  esas  puñeteras  máquinas  —respondió  el  texano  con  cansancio.  Otro

           silencio.
               —No me mientas —dijo por fin—. Eres una puta, eso es todo. No eres la primera
           puta que veo en mi vida. Sybil lo oyó toser detrás del pañuelo y bufar con un sonido

           húmedo. —Pero no estás mal —le dijo—. En Texas podrías casarte. Empezar otra
           vez.
               —Estoy segura de que sería maravilloso —respondió Sybil.

               —Nunca hay bastantes mujeres blancas en el campo. Búscate un hombre decente
           en  vez  de  un  chulo.  —Se  levantó  el  pañuelo  y  escupió  en  el  suelo—.  Odio  a  los
           chulos —anunció con tono inexpresivo—. Los odio como odio a los indios. O a los

           mexicanos.  Los  indios  mexicanos...  Una  vez  nos  enfrentamos  a  indios
           francomexicanos, trescientos o cuatrocientos de ellos. A caballo y armados con rifles

           de resorte son lo más parecido a diablos que hay sobre la Tierra.
               —Pero  los  texanos  son  héroes  —protestó  Sybil  mientras  intentaba
           desesperadamente recordar algún nombre del discurso de Houston—. He oído hablar
           de... de El Álamo.

               —Goliad... —La voz se había tornado un susurro seco—. Yo estuve en Goliad.
               —También  he  oído  hablar  de  eso  —se  apresuró  a  decir  Sybil—.  Debió  de  ser

           glorioso. El texano carraspeó y volvió a escupir.
               —Peleamos contra ellos durante dos días. Sin agua. El coronel Fannin se rindió.
               Nos cogieron prisioneros, todo muy bonito, tan educaditos todos. Al día siguiente
           nos sacaron del pueblo. Nos dispararon a sangre fría. Nos pusieron en fila, sin más.

           Nos aniquilaron.
               Sybil no dijo nada.

               —Aniquilaron  El  Álamo.  Quemaron  todos  los  cuerpos.  Aniquilaron  a  la
           expedición Meir. Los obligaron a coger judías. Una ollita de cerámica, como las de la
           lotería: sacas una judía negra y te matan. Mira tú, los mexicanos.
               —Mexicanos... —repitió ella.

               —Los comanches son peores.
               Desde algún lugar de la noche les llegó el chirrido de un gran freno de fricción, y

           luego un martilleo lejano, apagado.
               Judías negras. Goliad. La cabeza de Sybil era Babel. Judías y masacres, y aquel
           hombre cuya piel era como el cuero. Hedía como un bracero, a caballos y sudor. En

           Neal  Street,  ella  había  pagado  una  vez  dos  peniques  por  ver  un  diorama  de  un
           inmenso  yermo  de  América,  una  pesadilla  de  piedra  retorcida.  El  texano  parecía
           haber nacido en un lugar así, y Sybil pensó que todos los desiertos del discurso de

           Houston, todos los lugares con aquellos nombres tan raros e improbables, eran reales,




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