Page 62 - La máquina diferencial
P. 62
dinero para armas y comida. Nos estamos muriendo de hambre y nos están
aniquilando. —Se detuvo un momento—. Y usted quiere ayudarles a hacerlo.
—La República de Texas no puede desafiar a las grandes potencias del mundo,
ranger. Sé que las cosas van mal en Texas y me duele el corazón por mi país, pero no
podrá haber paz hasta que yo retome el mando.
—Ya no le queda dinero, ¿verdad? —dijo el ranger—. He mirado y no está ahí.
Ha vendido su elegante hacienda en el campo... Lo ha derrochado todo, Sam, en
putas, bebida y espectáculos elegantes para extranjeros. Y ahora quiere volver con un
ejército mexicano. Es usted un ladrón, un borracho y un traidor.
—¡Maldito seas! —rugió Houston mientras se abría el abrigo con las dos manos
—. Eres un asesino cobarde, un hijo de puta malhablado. Si crees que tienes lo que
hay que tener para matar al padre de tu país, entonces dispárale al corazón. —Se
golpeó el pecho con el dedo.
—Por Texas.
El avispero escupió una llamarada de fuego naranja ribeteado de azul que arrojó a
Houston hacia atrás, contra la pared. El general se desplomó al tiempo que el
vengador saltaba hacia él y se agachaba para apoyar las bocas de la pistolita sobre el
chillón chaleco de leopardo. Se produjo un estallido en el pecho de Houston, luego
otro, y después un fuerte chasquido cuando el delicado gatillo se rompió en el puño
del ranger.
Este arrojó a un lado el arma de Mick. Houston quedó tendido con las piernas
abiertas, inmóvil. Las chispas rojas se arrastraban sobre el pelo del chaleco de
leopardo.
Desde otra habitación llegaron adormilados gritos de alarma. El texano cogió el
bastón de Houston y empezó a aporrear la ventana con él. El cristal se hizo añicos
que se precipitaron hacia la acera. Los parteluces cedieron y el hombre salió entre los
restos y superó el alféizar. Se quedó allí, inmóvil, durante un instante. El viento
helado le sacudía el abrigo largo y a Sybil, sumida en un trance, le recordó a la
primera visión que había tenido de él: un inmenso cuervo oscuro, ahora a punto de
levantar el vuelo.
El asesino saltó y se perdió de vista, el destructor de Houston, el ángel de Goliad,
y desapareció, dejándola inmersa en el silencio y en un terror creciente, como si al
desvanecerse hubiera roto un conjuro. Empezó a arrastrarse sin rumbo fijo y con el
cruel obstáculo de su miriñaque, y sin embargo le parecía que sus miembros se
movían por voluntad propia. El pesado bastón yacía en el suelo, pero la cabeza, una
corneja dorada de latón, se había separado del fuste.
Houston gimió.
—Por favor, cállese —le dijo ella—. Está muerto.
—¿Quién es usted? —dijo el general, tras lo que lanzó una tos.
www.lectulandia.com - Página 62