Page 57 - La máquina diferencial
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la llave robada. ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Porque Mick era fuerte y ella
débil? ¿Porque él sabía secretos que ella desconocía? Por primera vez se le ocurrió
que podría estar enamorada de él. Quizá fuera cierto que lo amaba de alguna extraña
manera, y si eso fuera verdad explicaría muchas cosas; resultaría casi tranquilizador.
De estar enamorada tendría derecho a quemar sus puentes, a caminar por el aire, a
vivir por impulso. Y si amaba a Radley, por fin habría algo que ella sabría y él no. Su
secreto, suyo y de nadie más.
Abrió la puerta con la llave, con gestos nerviosos y rápidos. Se deslizó dentro,
cerró a su espalda y se apoyó contra la hoja. Todo estaba a oscuras.
Había una lámpara en la habitación, en alguna parte. Podía oler la mecha
quemada. En la pared de enfrente se sugería el perfil de una ventana cuadrada que
daba a la calle, cubierta con cortinas; entre estas cortinas se colaba un rayo fino y
gastado de luz de gas. Sybil se adentró vacilante en la habitación con las manos
estiradas, hasta que sintió el bulto sólido y pulido de un escritorio y distinguió allí el
brillo apagado del tubo de una lámpara. Levantó esta y la sacudió. Tenía aceite.
Ahora necesitaba un lucifer.
Buscó a tientas en los cajones del escritorio. Por alguna razón ya estaban abiertos.
Rebuscó entre ellos. Objetos de escritorio. Inútiles. Y alguien había derramado tinta
en uno de los cajones, podía olerla.
Sus dedos rozaron una caja de luciferes que reconoció menos por el tacto que por
el seco y conocido traqueteo. La verdad era que sus dedos no parecían funcionar
demasiado bien. El primer lucifer produjo un pequeño estallido y se apagó con un
siseo, se negó a encenderse y llenó la habitación con un nauseabundo olor a sulfuro.
El segundo le mostró la lámpara. Las manos le temblaban mucho cuando levantó el
tubo y aplicó la llama a la mecha.
Vio su propio reflejo iluminado por la lámpara. La imagen la miraba con ojos
enloquecidos desde el cristal inclinado, luego duplicado en los espejos biselados de
las puertas gemelas de un armario. Notó que había ropa esparcida por la cama, por el
suelo...
Había un hombre sentado en el brazo de un sillón, agazapado allí como un gran
cuervo envuelto en sombras. Portaba un enorme cuchillo en la mano.
El hombre se levantó entonces, pero lo hizo poco a poco, con un crujido de cuero,
como una inmensa marioneta de madera que hubiera yacido durante años enterrada
bajo el polvo. Iba vestido con un largo e informe abrigo gris. La nariz y la boca
estaban cubiertas con un pañuelo oscuro.
—Será mejor que te calles, bonita —le dijo mientras levantaba el enorme puñal,
un acero oscuro, como el de un cuchillo de carnicero—. ¿Viene Sam?
A Sybil le costó encontrar la voz.
—¡Por favor, no me mate!
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