Page 55 - La máquina diferencial
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—Es algo más costoso enviar un cable solo con la dirección, señora. Resulta más
           eficaz dirigirlo directamente a través de la Oficina Central de Estadística. —Sybil no
           había buscado a Mick. Había tenido miedo de mirar. Ahora, por el rabillo del ojo, vio

           que una forma oscura se escabullía y cruzaba el suelo del vestíbulo. Mick caminaba
           muy agazapado. Se había quitado los zapatos y llevaba los cordones atados al cuello.
           Se dirigió rápidamente hacia el mostrador de caoba, que le llegaba a la cintura, agarró

           con las dos manos el borde frontal, saltó por encima en una fracción de segundo y
           desapareció.
               No produjo sonido alguno.

               —Tiene algo que ver con el modo en el que la máquina maneja los mensajes —le
           explicaba el recepcionista.
               —Vaya —dijo Sybil—. Pero no tengo su número de ciudadano. Entonces tendré

           que pagar algo extra, ¿no es cierto? Es muy importante.
               —Sí,  señora,  estoy  seguro  de  que  lo  es.  Por  favor,  continúe  y  yo  le  tomaré

           dictado.
               —Supongo que no debería empezar con mi dirección y la fecha, ¿no es cierto? Es
           decir, un telegrama no es una carta, en realidad, ¿verdad?
               —No, señora.

               —¿Ni su dirección tampoco?
               —La brevedad es la esencia de la telegrafía, señora.

               Mick debía de ir arrastrándose hasta el tablero de caoba del hotel, que colgaba
           atestado de llaves. No podía verlo pero se imaginaba capaz de oírlo, casi de olerlo, y
           pensaba que al recepcionista solo le hacía falta echar un vistazo a su derecha para
           descubrir a un ratero que reptaba hacia él con mirada demencial, agachado como un

           simio.
               —Por  favor,  apunte  esto  —comenzó  Sybil  con  voz  temblorosa—:  «Querido

           Charles». —El empleado empezó a garabatear—. «Hace nueve años me sometiste al
           peor deshonor que puede conocer una mujer».
               El  recepcionista  se  quedó  mirando  horrorizado  su  bolígrafo,  al  tiempo  que  un
           rubor cálido le subía por el cuello de la camisa.

               —«Charles, me prometiste que salvarías a mi pobre padre. En lugar de eso me
           corrompiste a mí, en cuerpo y alma. Hoy me voy de Londres en compañía de amigos

           poderosos. Saben muy bien el traidor que fuiste con Walter Gerard y conmigo. No
           intentes  encontrarme,  Charles.  Sería  inútil.  Espero  de  verdad  que  tú  y  la  señora
           Egremont podáis dormir bien esta noche». —Sybil se estremeció—. Firme eso «Sybil

           Gerard», si es tan amable.
               —Sí,  señora  —murmuró  el  recepcionista  con  la  mirada  gacha  mientras  Mick
           volvía  a  saltar  sin  ruido  por  encima  del  mostrador,  con  los  pies  embutidos  en  sus

           calcetines. Mick se agazapó tras el bulto del mueble y luego se escabulló en cuclillas




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