Page 56 - La máquina diferencial
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y  a  toda  prisa,  anadeando  por  el  suelo  de  mármol  como  un  horrible  pato.  Un
           momento después había rodado tras un par de sillones tapizados.
               —¿Qué le debo? —preguntó con educación Sybil al recepcionista.

               —Dos y seis —tartamudeó el hombre, incapaz de mirarla a los ojos.
               La joven contó el dinero del bolsito de cierre que sacó del manguito y dejó al
           empleado abochornado y en su puesto, perforando tarjetas telegráficas que extraía de

           su caja.
               Mick cruzó el vestíbulo paseándose como un caballero. Se detuvo al lado de un
           anaquel de lectura del que colgaban varios periódicos bien planchados. Se agachó, se

           volvió a atar los cordones de los zapatos con toda frialdad y, cuando se enderezó,
           Sybil vio el brillo del metal en su mano. Sin siquiera molestarse en mirarla, Mick
           metió la llave detrás de un cojín de terciopelo de la otomana. Luego se levantó con

           ligereza, se colocó la corbata, se sacudió las mangas y se dirigió directamente al salón
           de fumar.

               Sybil  se  sentó  durante  un  momento  en  la  otomana  y  fingió  leer  una  revista
           mensual de lomo dorado, Actas de la Real Sociedad. Con mucho cuidado y con la
           punta de los dedos de la mano derecha, rebuscó la llave. Ahí estaba, con el número
               «24» grabado sobre el latón ovalado. Bostezó con lo que esperaba que fuera un

           gesto distinguido y se puso en pie para retirarse arriba, como si no cupiera ninguna
           duda de que tenía habitación en el hotel.

               Le dolían los pies.
               Mientras caminaba con paso lento por el silencioso pasillo iluminado por el gas
           en dirección a la suite de Houston, sintió un asombro repentino cuando se dio cuenta
           de  que  había  arremetido  contra  Charles  Egremont.  Había  necesitado  un  mensaje

           melodramático para distraer al recepcionista y había soltado sin pensar todas aquellas
           amenazas, aquella rabia. Todo había estallado de tal modo casi sin querer. Se sentía

           confusa, incluso asustada, pues creía haberse olvidado ya casi por completo de aquel
           hombre.
               Se  imaginó  el  miedo  en  el  rostro  de  Egremont  cuando  leyera  su  telegrama.
           Recordaba  bien  su  cara,  su  expresión  fatua  y  triunfadora.  Siempre  parecía  tener

           buenas  intenciones,  siempre  se  disculpaba,  siempre  la  sermoneaba,  siempre  se
           quejaba, rogaba, lloraba y pecaba. Era un necio.

               Pero ahora había dejado que Mick Radley la pusiera a robar. Si fuera lista saldría
           del Grand’s Hotel, se desvanecería en las profundidades de Londres y nunca volvería
           a  ver  a  Radley.  No  debería  dejar  que  el  juramento  de  la  aprendiza  la  detuviera.

           Romper un juramento resultaba aterrador, pero no era más vil que sus demás pecados.
           Y sin embargo, por alguna razón allí estaba; le había permitido hacer con ella lo que
           quisiera.

               Se detuvo delante de la puerta, miró a ambos lados del pasillo desierto y manoseó




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