Page 50 - La máquina diferencial
P. 50
certeza era, para que se confiara en sus promesas?
La envolvió una extraña sensación de calma, una cruel claridad. Recordó la fecha
de salida del billete del vapor. No partiría de Dover hasta la última hora del día
siguiente, y no parecía muy probable que él y el general Houston salieran de Londres,
después de una conferencia tan importante, en plena noche. Así que iría al Grand’s,
buscaría a Mick, le haría frente y le rogaría o lo amenazaría con chantajearlo, con
descubrirlo, con lo que fuera.
El metálico que tenía estaba en su manguito. Había una parada de taxis en
Minories, al lado de Goodman’s Yard. Iría hasta allí y despertaría a un taxista para
que la llevara a Piccadilly.
Toby lanzó un solitario gemido lastimero cuando ella cerró la puerta a su espalda.
En la oscuridad, Sybil se hizo un buen arañazo en la pantorrilla con la bicicleta
encadenada de Cairns.
Estaba a medio camino de Minories, rumbo a Goodman’s Yard, cuando recordó el
bolso de viaje, pero ya no había vuelta atrás.
El portero de noche del Grand’s era fornido y de ojos fríos, con perilla y una pierna
rígida, y desde luego no pensaba permitir a Sybil entrar en su hotel si es que podía
evitarlo. La joven lo había comprendido a una manzana de distancia, al bajarse de su
cabriolé: era un espantajo grande y con galones dorados, que acechaba en los
escalones de mármol del hotel bajo unas grandes lámparas ceñidas por delfines. Sybil
conocía muy bien a los porteros; representaban un papel muy importante en su vida.
Una cosa era entrar en el Grand’s del brazo del dandi Mick, a plena luz del día, y
otra muy distinta que lo hiciera con todo el atrevimiento una mujer sin acompañante,
llegada desde las calles nocturnas. Solo las putas hacían eso, y el portero no dejaba
entrar a las putas. Pero quizá podría elaborar una historia creíble para engañarlo si se
le ocurría una mentira muy buena, o si él era estúpido, o descuidado, o estaba
cansado. O podría intentar sobornarlo, aunque ya le quedaba muy poco dinero
después de coger el taxi. E iba bien vestida, en absoluto con las ropas chillonas de
una buscona. Podría, en un momento dado, distraerlo: romper una ventana con un
adoquín de la calle y pasar corriendo a su lado cuando él acudiera a mirar. Era difícil
correr con el miriñaque, pero el portero era cojo y lento. O bien podía encontrar a un
chiquillo de la calle para que tirara la piedra...
Sybil permaneció en la oscuridad, al lado de las vallas de madera de una obra.
Inmensos carteles se cernían sobre ella, más grandes que sábanas, con letras enormes,
raídas y chillonas: «Daily News. Tirada mundial; Lloyd’s News. Solo un penique;
Ferrocarril del Sureste, Ramsgate & Margate 7/6». Sacó una mano del manguito y se
mordisqueó con frenesí la uña, que olía a tabaco turco. Se sorprendió vagamente al
darse cuenta de que tenía la mano azulada por el frío, y de que le temblaba mucho.
www.lectulandia.com - Página 50