Page 68 - La máquina diferencial
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caballeriza se pusieron a trabajar con equipo lubricante, al tiempo que los pasajeros
           desplegaban una escalerilla. El lord y sus dos mujeres pasaron al lado de Mallory de
           camino  a  la  tribuna.  Aquella  flor  británica  hecha  a  sí  misma  creía  que  la  estaban

           mirando  e  hizo  caso  omiso  del  extraño  sin  molestarse  demasiado.  El  conductor
           cargaba  con  una  inmensa  cesta  tras  ellos.  Mallory  se  llevó  la  mano  a  la  gorra  de
           rayas, idéntica a la del conductor, y le guiñó un ojo, pero el hombre no respondió.

           Aquella  sección,  reservada  para  los  vapores  de  carreras,  estaba  patrullada  por  un
           escuadrón  de  policías  de  uniforme.  Uno  de  ellos  llevaba  una  Cutts-Maudslay  de
           resorte, un modelo que a Mallory le resultaba conocido porque a la expedición de

           Wyoming le habían proporcionado seis. Aunque los cheyenes habían contemplado la
           achaparrada  carabina  mecánica  hecha  en  Birmingham  con  un  asombro  que  a  él  le
           había resultado bastante útil, Mallory sabía que era temperamental hasta el punto de

           no ser fiable. Y también resultaba imprecisa hasta el punto de la inutilidad, a menos
           que uno estuviera disparando los treinta cartuchos contra una jauría de perseguidores,

           cosa  que  el  propio  Mallory  había  tenido  que  hacer  desde  la  posición  de  fuego  de
           popa, en la fortaleza de vapor de la expedición.
               Mallory dudaba que aquel joven policía de rostro lozano tuviera idea alguna de lo
           que podía hacer una Cutts-Maudslay si se disparaba contra una multitud inglesa. Le

           costó un poco quitarse de encima aquel siniestro pensamiento.
               Detrás de la barricada, cada una de las casetas estaba cuidadosamente protegida

           de espías y corredores de apuestas por altos deflectores de lona alquitranada, bien
           sujetos por cables entrelazados que atravesaban las astas de las banderas. Mallory se
           abrió camino entre una impaciente multitud de mirones y aficionados a los vapores.
           Dos policías lo detuvieron con brusquedad en la puerta. Les mostró la tarjeta con su

           número  de  ciudadano  y  la  invitación  impresa  de  la  Hermandad  de  mecánicos  del
           vapor. Tras tomar cuidadosa nota de su número, los policías lo comprobaron en un

           grueso cuaderno repleto de papel continuo. Al final le señalaron la ubicación de sus
           anfitriones y le advirtieron que no se despistara.
               Para  mayor  precaución,  la  Hermandad  había  colocado  su  propio  centinela.  El
           hombre se había sentado en cuclillas en un taburete plegable fuera de la lona, guiñaba

           los ojos con gesto vil y agarraba una larga llave inglesa de hierro. Mallory le brindó
           su invitación. El guarda metió la cabeza por una estrecha solapa de la lona y gritó:

               —Tu hermano está aquí, Tom —y acompañó a Mallory al interior.
               La luz del día se desvaneció entre el hedor a grasa, las virutas de metal y el polvo
           de  carbón.  Cuatro  mecánicos  del  vapor,  con  gorras  de  rayas  y  mandiles  de  cuero,

           comprobaban  un  cianotipo  bajo  la  luz  áspera  y  deslumbrante  de  una  lámpara  de
           carburo; más allá, las curvas de hojalata esmaltada de una forma extraña despedían
           reflejos.

               Mallory confundió el vehículo con un barco en el primer instante de sorpresa: el




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