Page 44 - La máquina diferencial
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—No crea, señora. Yo desperdicié todo mi tiempo componiendo versos. Debo
decir que ya parece hallarse bastante recuperada. Siento mucho lo de ese
desafortunado hermano suyo.
—Gracias, señor. —Sybil lo miró de soslayo—. Me temo que fue muy atrevido
por mi parte, pero me exalté con la elocuencia del general Houston. El hombre le
lanzó una mirada opaca, la expresión de un hombre que sospecha que una mujer lo
está engañando.
—Si he de serle honesto —dijo él—, no comparto del todo su entusiasmo. —
Tosió violentamente en un pañuelo arrugado y se limpió la boca—. Este aire de
Londres terminará matándome.
—No obstante se lo agradezco, señor, aunque siento decir que no hemos sido
presentados...
—Keats —dijo él—. Señor Keats. —Sacó un ruidoso cronómetro de plata del
bolsillo del chaleco, un objeto con muchas esferas, y lo consultó—. No estoy
familiarizado con el distrito —dijo con tono distante—. Había pensado pararle un
cabriolé, pero a estas horas...
—Oh, no, señor Keats. Gracias, pero iré en metro. El hombre abrió todavía más
los ojos. Ninguna mujer respetable viajaba en metro sin compañía. —Pero no me ha
dicho su profesión, señor Keats —le dijo ella con la esperanza de distraerlo.
—Quinotropía —dijo Keats—. ¡Las técnicas que se han empleado aquí esta
noche revisten un cierto interés especial! Si bien la resolución de la pantalla era
bastante modesta y la tasa de refresco resultaba desde luego lento, se han asegurado
efectos notables, es de presumir que a través de una compresión algorítmica de...
Bueno, me temo que resulte todo un poco técnico. —El quinótropo se guardó el
cronómetro—. ¿Está usted segura de que no preferiría que intentara parar un taxi?
¿Conoce bien Londres, señorita Jones? Yo podría acompañarla a la parada local del
ómnibus. Es un carruaje sin raíles, ya sabe...
—No, señor, gracias. Su amabilidad ha sido extraordinaria.
—No hay de qué —dijo él. Su alivio resultaba evidente cuando abrió y sujetó una
de las hojas de cristal de la puerta que llevaba a la calle. Justo entonces, un
muchachito delgado se acercó cauto y rápido por detrás de ellos, los rozó al pasar y
salió del teatro sin una palabra. Iba envuelto en un sucio abrigo largo de lona,
parecido al que podría llevar un pescador. Una prenda de lo más singular para llevarla
a una conferencia, pensó Sybil, aunque se veían atuendos más extraños entre los
pobres; las mangas aleteaban vacías, como si el chico se estuviera abrazando, quizá
para protegerse del frío. Andaba de forma peculiar, con la espalda doblada, como si
se estuviera borracho o enfermo.
—¡Eh, oiga! ¡Joven! —El señor Keats había sacado una moneda y Sybil
comprendió que quería que el chico le parara un taxi, pero entonces los ojos húmedos
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