Page 39 - La máquina diferencial
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parte un salvaje. Pero cuando habló de su esposa lo hizo con ternura, como si lo
hiciera de un auténtico amor, un amor destruido por una cruel y misteriosa verdad. Su
voz atronadora se quebró con una emoción carente de vergüenza; se secó un poco la
frente con un elegante pañuelo de su chaleco de piel de leopardo.
Para hacer honor a la verdad, no se trataba de un tipo mal parecido; tenía más de
sesenta años, pero los de esa edad podían ser muy gentiles con una chica. Su
confesión parecía audaz y varonil, pues él mismo había sacado el tema a colación: el
escándalo del divorcio y la carta misteriosa de la señora Houston. No dejaba de
hablar de ello, pero tampoco revelaba el secreto. Había capturado la curiosidad de los
espectadores... y la misma Sybil se moría por descubrir la verdad.
Se amonestó por ser tan inocente, ya que seguramente se tratara de algo estúpido
y simple, ni de lejos tan profundo y misterioso como él fingía. Lo más probable era
que aquella chica aristocrática no fuera ni la mitad de angelical de lo que parecía.
Probablemente hubiera perdido su virtud de doncella a manos de algún atractivo
pretendiente de Tennessee mucho antes de la llegada de Cuervo Houston. Los
hombres imponían estrictas reglas a sus novias, que a su vez ellos ignoraban.
Lo más probable era que Houston hubiera sido el responsable de todo. Quizá
tenía ideas viles y bestiales acerca de la vida marital, al haber vivido entre salvajes. O
quizás había machacado a su esposa con los puños: por lo que Sybil veía, se trataba
de un hombre sólido como una roca.
El quino cobró vida con unas arpías que pretendían simbolizar a los difamadores
de Houston, aquellos que habían restregado su precioso honor con la tinta de una
imprenta cochambrosa. Eran criaturas desagradables y de lomo encorvado que
atestaban la pantalla con unos diabólicos tonos negros y rojos. Mientras la pantalla
ronroneaba de forma constante, las arpías agitaban sus pezuñas hendidas. Sybil jamás
había visto nada parecido; algún artista de las tarjetas perforadas de Manchester había
accedido sin duda a todos los horrores de la ginebra. Ahora Houston peroraba acerca
de los retos y el honor, con lo que se refería a los duelos. Los americanos eran
afamados duelistas a los que les encantaba dispararse los unos a los otros a la mínima
ocasión. Houston insistió vociferante en que habría matado a algunos de aquellos
truhanes chupatintas de no haber sido gobernador, para así proteger su dignidad. Así
que lo que había hecho había sido poner las cartas sobre la mesa y regresar a la vida
entre sus preciados cherokees. Casi se podía ver el humo que le salía por las orejas,
pues el orador se había ido calentando hasta resultar casi aterrador. La audiencia
estaba de lo más interesada, rota toda reserva por los ojos hinchados y el cuello
venoso del texano. Nadie parecía ni mucho menos disgustado por el espectáculo.
Quizá el secreto consistiera en algo realmente terrible que él mismo había hecho,
pensó Sybil mientras se frotaba las manos dentro del manguito de piel de conejo.
Quizá fueran fiebres femeninas, o quizá él le había pegado a ella la sífilis. Algunos
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