Page 37 - La máquina diferencial
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«Hickory»  Jackson.  Tal  y  como  lo  contaba  Houston,  Jackson  también  había
           combatido con valor contra los indios, e incluso fue presidente de América durante
           un tiempo; pero todo aquello no significaba mucho allí. Houston lo alababa como su

           patrón y mentor, como «un honesto soldado del pueblo, que valoraba el interior de un
           hombre  por  encima  de  las  bagatelas  que  eran  la  riqueza  o  la  fachada»,  aunque  el
           aplauso ante este sentimiento se produjo, siendo generosos, de mala gana.

               Entonces  apareció  otra  escena,  una  especie  de  recio  fuerte  fronterizo.  Houston
           narró la historia de un asedio de los primeros tiempos de su carrera militar, en el que
           había  librado  una  campaña  a  las  órdenes  de  Jackson  contra  unos  indios  llamados

           creek. Pero parecía haber perdido su audiencia natural, los soldados, ya que los tres
           veteranos de Crimea que había en la misma fila de Sybil musitaban enojados acerca
           de Hickory Jackson: «La maldita guerra había terminado antes de Nueva Orleáns...».

               De  repente,  la  luz  de  calcio  destelló  con  un  color  rojo  sangre.  Mick  estaba
           ocupado debajo del escenario: un filtro de cristal tintado, el tronar repentino de un

           timbal  cuando  los  pequeños  cañones  de  quinobloques  estallaron  en  humaredas
           blancas alrededor del fuerte, destellos rojos de un solo punto que surcaban toda la
           pantalla como balas de cañón...
               —Una noche tras otra oíamos a los fanáticos creek proferir sus aterradores cantos

           de muerte —gritó Houston, un pilar brillante bajo la pantalla—. ¡La situación exigía
           un  asalto  directo  con  el  frío  acero!  Se  decía  que  cargar  contra  aquella  puerta

           significaba la muerte segura, pero no que yo era un voluntario de Tennessee por que
           sí...
               Una  diminuta  figura,  poco  más  que  unos  bloques  negros  culebreantes,  corrió
           hacia el fuerte, y entonces todo el escenario quedó a oscuras. En la repentina tiniebla

           se produjo un aplauso sorprendido. Los jovenzuelos situados en la galería del Garrick
           se  pusieron  a  silbar.  Entonces  la  luz  de  calcio  volvió  a  siluetear  a  Houston,  que

           comenzó  a  presumir  de  sus  heridas:  dos  balazos  en  el  brazo,  una  cuchillada  en  la
           pierna, un flechazo en el vientre... No pronunció la soez palabra, pero se frotó largo
           tiempo  la  zona,  como  si  fuera  dispéptico.  Aseguró  que  se  había  pasado  la  noche
           tirado en el campo de batalla, y que durante días había sido llevado por la espesura en

           un carro de suministros, ensangrentado, delirante, consumido por el paludismo.
               El  tipo  con  pinta  de  chasqueador  que  había  cerca  de  Sybil  tomó  otra  gota  de

           limón y consultó su reloj de bolsillo. Ahora en la pantalla aparecía lentamente una
           estrella  de  cinco  puntas  entre  el  negro  funerario  de  la  pantalla,  mientras  Houston
           narraba  su  constante  huida  de  la  tumba.  Uno  de  los  quinobits  atascados  se  había

           logrado  soltar,  pero  mientras  tanto  otro  se  había  atascado  en  la  sección  inferior
           derecha.
               Sybil reprimió un bostezo. La estrella se hizo poco a poco más brillante, a medida

           que Houston narraba su entrada en la política americana y aducía como motivo el




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