Page 35 - La máquina diferencial
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de calcio se reflejó áspera sobre las medallas que colgaban del abrigo—. Su interés
profesional resulta de lo más gratificante, señores míos.
En la fila delante de la de Sybil, los niños se removían inquietos. Una de las
pequeñas chilló cuando un hermano le propinó un puñetazo.
—¡Y veo que también tenemos aquí a un futuro luchador británico! —Ante esto
se produjo una risa sorprendida. Houston comprobó rápidamente su espejo y se
inclinó sobre el podio. Sus cejas pobladas se torcieron con el encanto de un abuelo—.
¿Cómo te llamas, hijo?
El chico travieso se puso en pie de un salto.
—¡Billy, señor! —chilló—. Billy... William Greenacre, señor. Houston asintió
con gravedad.
—Y dígame, maese Greenacre, ¿le gustaría escaparse de casa y vivir con los
pieles rojas?
—Oh, sí, señor —espetó el muchacho antes de corregirse—: ¡Oh, no, señor! La
audiencia rompió a reír de nuevo.
—Cuando yo tenía su edad, joven William, era un chico de fuerte espíritu, como
usted. Y ese fue precisamente el camino que tomé. —El quino varió sobre la cabeza
del general hasta mostrar un mapa en color con los contornos de los diversos estados
de América, provincias de formas extrañas con nombres confusos. Houston
comprobó el espejo y habló con rapidez—. Nací en el estado americano de
Tennessee. Mi familia pertenecía a la aristocracia escocesa, aunque sufrimos tiempos
muy duros en nuestra pequeña granja fronteriza. Y aunque yo había nacido en
América, sentía poca fidelidad por el gobierno yanqui de la lejana Washington. —El
quinótropo mostró el retrato de un salvaje americano, una criatura de mirada demente
cargada de plumas, y cuyas mejillas estaban surcadas por quinobloques que
representaban sus pinturas de guerra—. Justo al otro lado del río —dijo Houston—
vivía la poderosa nación de los cherokee, una gente sencilla y de nobleza natural. Me
encontré con que encajaba mucho mejor allí que en la vida de mis vecinos
americanos. Y era así porque las almas de estos últimos estaban mancilladas por la
avaricia del dólar.
Houston sacudió la cabeza ante su audiencia británica, dolido por su propia
alusión a uno de los defectos nacionales americanos. Sybil pensó que se había
procurado la simpatía de los presentes.
—Los cherokees ganaron mi corazón —prosiguió Houston— y me escapé de casa
para unirme a ellos, con nada más, damas y caballeros, que un abrigo de piel de gamo
a la espalda y el noble relato de Homero, La Ilíada, en el bolsillo.
El quinótropo empezó a cambiar de abajo arriba hasta producir la imagen de una
urna griega: un guerrero de casco empenachado, con la lanza levantada. Portaba un
escudo redondo con el emblema de un cuervo de alas extendidas. Se produjeron
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