Page 36 - La máquina diferencial
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algunos aplausos impresionados que Houston aceptó con un asentimiento modesto,
           como si fueran dirigidos a él.
               —Como  hijo  de  la  frontera  americana  —dijo—  no  puedo  presumir  de  haber

           recibido una completa educación, aunque más tarde en la vida conseguí mi licencia
           para ejercer la abogacía y dirigí una nación. Sin embargo, de joven busqué educación
           en una antiquísima escuela. Memoricé todos y cada uno de los versos del rapsoda

           ciego. —Levantó con la mano izquierda la solapa de su abrigo, que estaba cuajada de
           medallas—. El corazón que late dentro de este pecho cubierto de cicatrices —dijo
           dándose un golpe— aún se conmueve ante esta, la más noble de las historias, ante los

           relatos  acerca  de  unos  hombres  valerosos  capaces  de  desafiar  a  los  mismísimos
           dioses, acerca de un honor marcial sin mácula capaz de resistir... ¡hasta la muerte!
               Se quedó esperando un aplauso que por fin llegó, aunque no con la calidez que al

           parecer había esperado.
               —No  veía  contradicción  entre  la  vida  de  los  héroes  de  Homero  y  la  de  mis

           amados  cherokees  —insistió  Houston.  Tras  él,  la  jabalina  griega  se  dotaba  de  las
           plumas colgantes de una lanza de caza, y las pinturas de guerra marcaban su cara.
               Consultó sus notas.
               —Juntos cazamos al oso, al ciervo y al jabalí, pescamos en las corrientes límpidas

           y cultivamos el maíz amarillo. Alrededor del fuego, bajo el cielo abierto, conté a mis
           hermanos salvajes las lecciones morales que mi joven corazón había extraído de las

           palabras de Homero. Debido a esto me dieron un nombre de piel roja, Cuervo, por el
           espíritu emplumado al que consideraban el más sabio de los pájaros.
               El soldado griego se disolvió y dio paso a un cuervo aún más grande, con las alas
           extendidas de forma rígida hasta ocupar toda la pantalla, el pecho cubierto por un

           escudo  rayado.  Sybil  lo  reconoció.  Era  el  águila  americana,  símbolo  de  la  Unión
           cercenada,  pero  el  ave  yanqui  de  cabeza  blanca  se  había  convertido  en  el  cuervo

           negro de Houston. Sybil lo consideró astuto, quizá más de lo que merecía, ya que dos
           de los bloques del quinótropo en la esquina superior izquierda de la pantalla se habían
           trabado en sus ejes y mostraban sendos puntos azules de la anterior pantalla; era un
           defecto  minúsculo,  pero  resultaba  molesto  más  allá  de  toda  proporción,  como  una

           mota  de  polvo  en  el  ojo.  El  fino  chasqueado  de  Mick  estaba  exigiendo  mucho  al
           quino del Garrick.

               Distraída, Sybil había perdido el hilo del discurso de Houston.
               —... el descarado bramido de la trompeta de batalla, en el campamento de los
           voluntarios de Tennessee. —Apareció otro quinorretrato: un hombre de un aspecto

           muy similar a Houston, pero con una alta pelambrera y mejilla huecas. El título lo
           identificaba como «General Andrew Jackson».
               Aquí y allá se oyeron alientos contenidos, quizá por parte de los soldados, y la

           audiencia  se  agitó.  Algunos  británicos  seguían  recordando  sin  mucho  cariño  a




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