Page 31 - La máquina diferencial
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—Mi  presidente  es  afortunado  en  lo  que  respecta  a  la  calidad  de  sus  agentes.
           Rudwick se incorporó con el semblante ensombrecido.
               —Estoy seguro de que usted será tan amable de solicitar a ese hijo de perra que

           desista en sus actos. Mick también se incorporó con una dulce sonrisa en los labios.
               —Ciertamente transmitiré sus sentimientos a mi empleador, profesor. Pero temo
           distraerlo de sus entretenimientos nocturnos... —Se dirigió hacia la puerta, se la abrió

           y la cerró tras las amplias espaldas del visitante. Mick se giró y guiñó un ojo a Sybil.
               —¡Ahí  va,  hacia  los  pozos  de  ratas!  Nuestro  caballero,  el  docto  profesor
           Rudwick, disfruta con los deportes más bestiales. Aunque su mente sanguinolenta se

           refleja en su habla, ¿no crees? Le gustará al general.





           Horas más tarde, Sybil despertó en el Grand’s cuando Mick, que estaba a su lado en
           la cama, encendió su cerilla e inundó la habitación con el olor dulzón de un cigarro.
           La había poseído dos veces en la otomana que había tras su mesa en el Argyll Rooms,

           y una vez más en el Grand’s. Nunca antes Sybil lo había visto tan ardoroso. Lo había
           encontrado excitante, aunque la tercera sesión la había dejado dolorida.
               La  habitación  estaba  a  oscuras,  salvo  por  la  luz  de  gas  que  se  filtraba  por  las

           cortinas. Se acercó un poco más a él.
               —¿Adónde  te  gustaría  ir,  Sybil,  después  de  Francia?  Ella  nunca  había
           considerado aquella cuestión. —Contigo, Mick...

               Él  rió  entre  dientes  y  deslizó  la  mano  bajo  las  sábanas.  Sus  dedos  se  cerraron
           sobre el montículo de su femineidad.
               —¿Adónde iremos entonces, Mick?

               —Si  vienes  conmigo  irás  primero  a  México.  Después  hacia  el  norte,  a  la
           liberación  de  Texas,  con  un  ejército  francomexicano  bajo  el  mando  del  general
           Houston.

               —Pero... ¿Texas no es un lugar terroríficamente peligroso?
               —Deja de pensar como una fulana de Whitechapel. Todo el mundo es peligroso,
           visto desde Piccadilly. El propio Sam Houston tuvo un maldito palacio, allí en Texas.

           Antes de que los texanos lo enviaran al exilio, era el principal aliado de Gran Bretaña
           en el oeste americano. Tú y yo podríamos vivir como nobles en Texas, construir una
           mansión junto a un río...

               —¿De verdad nos dejarían hacer eso, Mick?
               —¿Te refieres al Gobierno de su majestad? ¿A la pérfida Albión? —Mick soltó
           una  risita—.  ¡Bueno,  eso  depende  en  gran  medida  de  la  opinión  pública  británica

           respecto  al  general  Houston!  Estamos  haciendo  cuanto  podemos  para  endulzar  su
           reputación aquí, en Gran Bretaña. Por eso este ciclo de conferencias, ¿no?
               —Ya veo —dijo Sybil—. Eres muy astuto, Mick.

               —¡Son asuntos profundos, Sybil! Equilibrio de poder. A Gran Bretaña le funcionó


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