Page 41 - La máquina diferencial
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hizo  retirarse,  por  lo  que  su  artillería,  que  aún  no  había  sido  enganchada  a  los
           armones, quedó totalmente desbaratada.
               Los  cuadrados  y  pastillas  azules  del  quinótropo  perseguían  lentamente  a  los

           regimientos rojos mexicanos en desbandada a través del damero verde y blanco que
           representaba bosques y marismas. Sybil se removió en su asiento, tratando de evitar
           que se arrugara su falda de aro. La sanguinaria jactancia de Houston por fin alcanzaba

           el clímax.
               —El recuento final de bajas fue de dos texanos muertos por seiscientos treinta del
           invasor.  ¡Las  carnicerías  de  El  Álamo  y  Goliad  fueron  vengadas  con  sangre

           santanista! Dos ejércitos mexicanos totalmente derrotados, además de la captura de
           catorce oficiales y veinte cañones.
               «Catorce  oficiales,  veinte  cañones»...  Sí,  esa  era  su  entrada.  Había  llegado  su

           momento.
               —¡Vénguenos, general Houston! —chilló Sybil con la garganta constreñida por el

           miedo ante el inicio de su papel. Lo intentó de nuevo, poniéndose en pie y agitando
           un brazo—. ¡Vénguenos, general Houston!
               Houston se detuvo, cogido por sorpresa. Sybil volvió a chillarle.
               —¡Vengue  nuestro  honor,  señor!  ¡Vengue  el  honor  británico!  —Empezó  a

           producirse un murmullo de alarma. Sybil sintió los ojos de toda la audiencia sobre
           ella: la mirada de aquellos que ven a un lunático—. ¡Mi hermano...! —gritó, pero el

           miedo y los nervios se habían apoderado de ella. No había imaginado que resultaría
           tan terrorífico. Aquello era peor, mucho peor, que cantar sobre un escenario.
               Houston levantó ambos brazos y la manta rayada se extendió tras él como una
           capa. De algún modo el general logró calmar a la multitud con este gesto, ejerciendo

           sus dotes de mando. Sobre su cabeza, el quinótropo empezó a frenarse poco a poco.
           Cada  una  de  sus  teselas  resplandecientes  ronroneó  hasta  detenerse,  dejando  a  San

           Jacinto congelado en medio del triunfo. Houston perforó a Sybil con una mirada que
           mezclaba severidad y resignación.
               —¿De qué se trata, mi querida y joven señorita? ¿Qué es lo que le preocupa?
           Cuénteme. Sybil se aferró al respaldo de la butaca que tenía delante, cerró los ojos

           con fuerza y soltó su frase:
               —¡Señor,  mi  hermano  se  encuentra  en  una  prisión  texana!  ¡Somos  británicos,

           pero los texanos lo han encarcelado, señor! ¡Capturaron su granja y se hicieron con su
           ganado!  Incluso  robaron  el  mismísimo  ferrocarril  en  el  que  estaba  trabajando,  un
           ferrocarril británico construido para Texas... —La voz le flaqueaba a su pesar. A Mick

           no  le  gustaría  y  criticaría  su  actuación.  Aquel  pensamiento  supuso  para  ella  una
           infusión de vitalidad. Abrió los ojos—. ¡Ese régimen, señor, ese régimen ladrón de
           Texas, ha robado ese ferrocarril británico! ¡Ha robado a los trabajadores en Texas y a

           los accionistas de la Gran Bretaña, y no nos ha pagado ni un chelín!




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