Page 42 - La máquina diferencial
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Con la pérdida de las brillantes imágenes del quinótropo, la atmósfera del teatro
cambió. Todo resultó de repente distinto, íntimo y extraño. Era como si ella y el
general se hallaran de algún modo enmarcados juntos, dos figuras en un daguerrotipo
plateado. Una joven londinense con su boina y su elegante chal se dirige con
elocuente aflicción al viejo héroe extranjero. Ambos eran ahora intérpretes de un
papel, y la mirada sorprendida del público permanecía silenciosamente clavada en
ellos.
—¿Ha sufrido usted a causa de la junta? —preguntó Houston.
—¡Sí, señor! —gritó Sybil con un bien ensayado temblor en la voz. «No los
asustes», había dicho Mick, «pero consigue que se compadezcan»—. Sí, lo hizo la
junta. Han encerrado a mi hermano en su vil prisión sin que hubiera hecho nada malo,
señor. ¡Solo porque era un hombre de Houston! ¡Él votó por usted cuando llegó a
presidente de Texas, señor! ¡Y volvería a votarlo, aunque mucho me temo que lo
maten!
—¿Cuál es el nombre de su hermano, mi querida señorita? —preguntó Houston.
—Jones, señor —gritó rápidamente Sybil—. ¡Edwin Jones de Nacogdoches, que
trabajó para la compañía ferroviaria de Hedgecoxe!
—¡Creo que conozco al joven Edward! —declaró Houston con voz
evidentemente sorprendida. Aferró furibundo su bastón y frunció las pobladas cejas.
—¡Escúchela, Sam! —llegó de repente una profunda voz. Sybil, alarmada, se giró
para mirar. Era el hombre del Argyll Rooms, el actor gordo con el pelo rojo y el
chaleco de terciopelo—. ¡Esos bergantes de la junta se apropiaron de Ferrocarriles
Hedgecoxe! ¡Bonito negocio ese, viniendo de un presunto aliado de los británicos!
¿Es esta la gratitud que muestran por los años de guía y protección británica? —
Volvió a sentarse.
—¡No son más que ladrones y villanos! —gritó Sybil alertamente. Recuperó a
toda prisa el hilo y recordó su papel—. ¡General Houston! ¡Yo soy una mujer
indefensa, pero usted es un hombre con un destino, un hombre abocado a la
grandeza! ¿Puede haber justicia en Texas, señor? ¿Existe desagravio ante tales
afrentas? ¿Debe morir mi pobre hermano en la miseria, mientras trapaces y tiranos
roban nuestras propiedades británicas?
Pero la fina retórica de Mick se había hundido; hubo gritos del público, aquí y
allí, por encima de un murmullo de fondo de sorpresa y aprobación. Desde el
gallinero llegaban ruidosos silbidos juveniles.
Un poco de diversión londinense, decían todos. Quizá, pensó Sybil, había
conseguido que algunos creyeran su historia y se compadecieran de ella. La mayor
parte se limitó a vociferar y bromear un poco, contentos por la inesperada animación.
—¡Sam Houston ha sido siempre un auténtico amigo de la Gran Bretaña! —
chilló Sybil al público levantado. Las palabras quedaron medio perdidas, inútiles, y la
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