Page 174 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí



                     —Hijo mío (permitid que os llame así por el aprecio que os tengo), en vuestra mano
               está que esta guerra que vuestros antepasados y los nuestros han sostenido muy cerca de
               ochocientos años, y que ahora sostenemos vos y nos, se interrumpa, y detenga el gasto en
               vidas y haciendas que extravía a los reinos. Los reyes hemos sido designados por Dios para
               conducir a nuestros pueblos por el camino de la felicidad, no de la perdición.
                     Pensadlo bien. A la reina y a mí nos cabe la honra de haber sido elegidos como el
               católico instrumento con que Dios Nuestro Señor quiere realizar su ya antiguo propósito de
               convertir a  España en la nación más grande de  Europa.  Nosotros hemos de rematar tal
               divina encomienda, lejos de ambiciones y de sentimientos personales.  Porque suyo es el
               reino, el honor y la gloria. Si consentís con nos en lo que os ofrecemos, todo será como
               pretendemos que sea, y no seréis vos el que salga menos ganancioso.
                     Eso, o algo similar, me dijo el rey en los Reales Alcázares cuando Moraima y yo nos
               despedíamos de nuestro hijo, y ambos reyes se presentaron sin anunciarse.
                     Yo, en tanto el rey hablaba, sentía clavados en mí, haciéndome daño, los bellísimos
               ojos, candorosos y enormes, de Ahmad. Y no eran opuestos a los del perro “Hernán”, para
               el que sin duda yo soy omnipotente. Por eso respondí:
                     —No hay guerra que dure ocho siglos, señor.  Lo que durante tanto  tiempo hemos
               traído entre manos vosotros y nosotros es evidentemente una cosa distinta.
                     Cuando Moraima se inclinó para besar a Ahmad, temí que la resistencia de los dos se
               derrumbara.
                     No fue así.  Ella  con la voz un poco quebrada, pero  serena, le  dijo, acariciando su
               carita llena de estupor:
                     —Sé dócil, cumple con tus deberes de buen musulmán, y recuérdanos siempre. Tu
               padre y yo no te olvidaremos ni un solo instante.
                     El niño volvió de nuevo sus ojos hacia mí.
                     La reina Isabel puso una mano no del todo limpia sobre el brazo de Moraima:
                     —Tened por cierto que yo en persona velaré por la educación de este morito, y que
               será tratado como si fuera un infante de Castilla. Id tranquilos.
                     Acto seguido, en silencio por no multiplicar intercambiándolos nuestros pesares,
               emprendimos el camino de Vélez. Yo ya no era ni un rey en exilio, ni un rey preso.
                     Acaso no era un rey. No sabía lo que era.
                     Al entrar en nuestro territorio lo supe con una exactitud abrumadora. Los mismos que
               a mi tío le nombran “el Zagal”, es decir, “el Valiente”, me nombraban a mí “el Zogoibi”, es
               decir, “el Desventuradillo”. Según el tono con que me lo dijeran, podía yo distinguir en ese
               mote la piedad o el desdén.


                     La primera noche en  Vélez, después del caluroso recibimiento,  Moraima lloraba sin
               ruido y sin consuelo. Yo no le pregunté por qué: tenía tantos motivos. Abrazado a ella, le leí,
               para distraerla y distraerme, un poema que el rey  Almutamid de  Sevilla, muy  poco
               aficionado de joven a las armas, dedicó a Al Radi, su hijo predilecto, tan semejante a él.
                     Había puesto a su cargo una expedición contra  Lorca, pero  Al  Radi,  para quien el
               orgullo bélico no contaba, fingió estar indispuesto.  Entre  el horror de los combates y el
               atractivo por el estudio y la lectura, no titubeó. Su padre aceptó a sabiendas la excusa, y
               encargó a su hijo menor,  Al  Mutad, la expedición.  Infortunadamente, no tardaron en
               anunciarle su  malogro.  Y, a su  pesar, le guardó rencor a  Al  Radi, quizá porque lo
               comprendía, quizá porque él mismo no tardó en comprobar la inutilidad de sus armas contra
               sus enemigos.  Pero para burlarse  de aquel joven príncipe pacífico y culto, y darle una
               lección, le dedicó unos versos, apuntados, sin mucha convicción y con mucha ironía, contra




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