Page 172 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               condición: que me apodere de ella con mis soldados, y supongo que con ayuda cristiana,
               dentro de un plazo de ocho meses contados desde la caída de Loja, que es cuando, a los
               ojos de todos, volví a caer en poder de mi enemigo. Más de un mes ya ha pasado.
                     Una cláusula secreta me prohibe intervenir en favor de mis correligionarios cuando los
               cristianos ataquen a ciudades que pertenezcan al “Zagal”.  Es evidente que buscan
               profundizar nuestra escisión, constituyendo en la parte oriental del  Reino una especie de
               emirato independiente, cuyo mando me ofrecen y al que relevan de la obediencia de
               Granada. Su política está clara: prestarme su colaboración para que sea yo quien los libre
               de mi tío.
                     De esta estipulación resulta que ahora soy yo el que tiene que elegir entre mi libertad,
               hipotecada a una traición, o la continuidad de mi cautiverio, también expuesto a toda clase
               de traiciones y desmanes.  Mi madre y  Aben  Comisa no dudan que aceptaré lo primero;
               tanto es así, que el visir ha venido a Córdoba con mi hijo Ahmad de la mano. No sé hasta
               qué punto, por tanto, soy independiente de adoptar una elección que se me da ya hecha.
               Después de tres años y tres meses de prisión, ¿qué podría elegir sino la libertad a cualquier
               precio? El retorcimiento del rey Fernando se manifiesta una vez más.

                     Del tema de los dobles, Aben Comisa se resiste a hablar.
                     —Son agua pasada. Ya no hay ninguno. Ignoro qué habrá hecho el rey con ellos, pero
               me lo imagino.
                     Contigo en libertad no hay más Boabdil que Boabdil —y añade sonriendo—: como no
               hay más Dios que Dios.
                     —¿Y Aben Comisa es su profeta? —le pregunto con aviesa intención.
                     —Y Aben Comisa es su profeta —me responde—. Tú lo has dicho.
                     Luego, con una inflexión mucho menos terminante, ha proseguido:
                     —Decían los del Consejo Real que, puesto que tú firmas la concordia declarándote
               vasallo, debías besar la mano de los reyes. Yo me he opuesto en redondo; las rúbricas del
               protocolo, contra lo presumible, importan mucho. Con magnanimidad, el rey ha resuelto que
               te daría la mano a besar si estuvieses libre y en tu Reino, pero que, como estás en el suyo,
               no te la debe dar. ¿Es o no es hábil?


                     Hoy, día 7 de julio, se han firmado las capitulaciones.
                     Vino al palacio a recogerme el comendador Martín de Alarcón. En él se observaba una
               nueva actitud, doblegada y complaciente: yo ya soy mucho más que su prisionero.
                     —Todo llega, alteza —me ha dicho—. Estoy satisfecho de haberos custodiado, y de
               ser yo el que os entregue al rey.
                     Luego, sin el menor tino, añadió:
                     —No sé si sabéis que también vuestro hijo se ha encomendado a mi custodia.
                     Las calles, los ajimezes, las celosías, los balcones, las plazas, estaban repletos de
               una abigarrada muchedumbre.  Aben  Comisa me había traído una ropa, para mi gusto
               excesivamente recargada, pero que imagino que es con la que un pueblo cristiano espera
               ver a un rey moro.
                     Los señores y los titulados lucían galas vistosas, acaso no menos recargadas que las
               mías: sus reyes les han hecho creer que la grandeza de los príncipes reside en la riqueza y
               calidad de sus vasallos.  A  mi alrededor iba el acompañamiento de mancebos que me
               sustituirán en el cautiverio y de cuantos han venido de mi Reino a testificar mi libertad. No
               bajarían de una cincuentena.  El cortejo era,  en general, lucido.  No  habrá defraudado las
               expectativas de la multitud que salió a contemplarlo.

                     Anoche dormí mal.  Me desperté a menudo empapado en sudor.  Debía de sufrir
               pesadillas, que al despertar no recordaba, porque sentía angustia y una gran opresión en el
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