Page 167 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Conozco a mi madre y sé que, en el fondo, ha obtenido lo que perseguía. La guerra
               fratricida, consciente ella de que la iba a perder, no ha sido más que un instrumento para
               reafirmarse en un sector de nuestro territorio.  Me atormenta la inutilidad de una sangre
               vertida sin otro motivo que regar una intriga.

                     Por todas partes veo maniobras, y Moraima también. Todo se vuelve noticias que se
               anulan las  unas a las  otras, e ignoramos dónde se encuentra la verdad, si es  que hay
               alguna. No entiendo qué pretende Aben Comisa, y me pregunto si no andará en gestiones
               privadas con mi tío para ir todos a una contra los cristianos. (Eso no sería malo, pero dudo
               que mi  madre las apruebe; tendrían que llevarse a cabo a espaldas suyas.)  Incluso es
               posible que con quien esté tratando privadamente sea con los cristianos.
                     De lo que me dice el conde, que ha estado ausente unos días, y de un mensaje de
               Aben Comisa fechado en Vélez, deduzco lo siguiente.
                     El rey Fernando, a la cabeza de un nutrido ejército, sitió Loja.
                     Una tropilla procedente del Albayzín, al tanto de que su sultán se encontraba allí, fue a
               reunírsele y a cumplir sus deberes en la guerra santa. Los partidarios del “Zagal”, tanto de
               Granada como de su entorno, recelosos de que el sitio de  Loja fuese sólo un ardid del
               enemigo, como ya sucedió cuando la conquista de  Ronda, no acudieron al socorro de la
               plaza; pero el cerco,  por desgracia, era cierto, si existe algo cierto en este  caos.  Los
               cristianos lo apretaron con una rigurosa línea de fortines y fosos, y entre los  sitiados
               circularon rumores alarmantes de que todo era un asunto convenido por el rey de Aragón y
               Boabdil durante el cautiverio. En realidad, nada había de amañado: el Boabdil de Loja era,
               en efecto, falso, pero no es él el que sirve a los cristianos. La toma de uno de los arrabales
               por el rey, la asolación de gran parte de las murallas, la muerte de sus más intrépidos
               defensores, la incomparecencia del fingido sultán por una  repentina enfermedad también
               fingida, y la convicción de que Granada no les socorrería por estar de parte del emir Abu
               Abdalá, empujaron a los habitantes de Loja a rendirse.
                     Así lo hicieron el 29 de mayo después de una valerosa y estéril resistencia, que yo he
               sufrido como si me arrancasen los cabellos. La capitulación se firmó bajo el seguro de sus
               habitantes, hijos, caballos y acémilas, con cuanto pudieran llevarse. Quedaron libres todos,
               salvo  Boabdil, que permanece prisionero de los reyes cristianos por  segunda vez —por
               segunda vez, y yo no me he movido sino de  Porcuna a  Castro—, con la intención de
               someter por medio de él a toda Andalucía.
                     Tales hechos han persuadido a los de Granada, donde se han refugiado muchos de
               los exiliados de  Loja,  de que la toma de ésta no llevaba otra mira que la de  cumplir lo
               pactado entre los reyes y el sultán, como una parte del precio del rescate; un precio infame
               que incluiría la entrega de ciertas ciudades, tras más o menos inventadas dificultades con
               que cubrir las formas.
                     Fernando dejó un destacamento en Loja y publicó que se retiraba a Córdoba con su
               prisionero  Boabdil.  Pero unos días después atacó el castillo de  Elvira, y demolió con su
               artillería la mitad de sus muros hasta rendir a su guarnición en igualdad de condiciones que
               Loja. Luego trasladó su campamento a Moclín, donde en la última campaña fue derrotado
               mi huésped el conde de Cabra, y donde calculo, por las fechas de su ausencia, que fue a
               acompañar a su rey para resarcirse de la derrota. Lo calculo por su relato de que, sitiada la
               fortaleza, la combatieron con sus  cañones, entre los que figuraban algunos que lanzan
               globos de fuego —eso me cuentan, y ahora comprendo mejor las explicaciones de Gonzalo
               de Córdoba—: unos globos que se elevan por el aire y caen luego sobre el lugar elegido,
               abrasándolo.  Uno de ellos prendió  en el almacén de pólvora, forzando a los nuestros a
               entregarse. Los habitantes de las ciudades que Fernando conquista —y me quita el sueño
               imaginarlos desemparados, acosados, extenuados por campos ya de infieles— van
               refugiándose en Granada, y engrosan así el número de los partidarios del “Zagal”.
                     La misma suerte han corrido después los musulmanes de  Colomera,  Salar e  Illora
               que, ante lo sucedido en los castillos cercanos, entregaron los suyos sin resistir.



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